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03 agosto 2009

Negociando con la KGB (Quinta parte)

Cuando me desperté, tardé algún tiempo en ubicarme, vi una tenue luz por la ventanita de la celda. No supe qué horas eran. En todo caso reinaba un silencio sepulcral. Me puse a canturriar, como para no sentirme tan solo. Me resulta sorprendente, extraño, que me vinieran al recuerdo, en esos momentos, canciones de la República española, de la Guerra Civil. Lo recuerdo claramente, pues amanecí cantando “¡Ay, Carmela! No sé qué explicación darle a esto. No obstante recuerdo que en un momento de la mañana vino un guardia y me dijo que era prohibido cantar en la cárcel. Le contesté que estaba cantando canciones revolucionarias y que cantaría las veces que me diera la gana. Esto fue ya entrada la mañana. Antes me habían traído el desayuno y reiteré mi declaración de huelga de hambre. El carcelero no insistió y me recordó de nuevo que estaba prohibido. Vinieron a buscarme para ir al retrete. Me negué a salir, le dije que no necesitaba. El carcelero me aclaró que esa salida era la única del día, que luego nadie me vendría a buscar, que aprovechara. Me lo dijo condescendiente, en tono bastante amable. Le dije que no, que no iba a salir, que saldría únicamente para hablar con el director de la cárcel o libre.

—El director no viene hoy. Hoy hay un vice de turno.

Justamente fue este vicedirector que vino a mi celda. La puerta se abrió y vi aparecer a un oficial uniformado. Su apariencia era afable, me sonrió, me saludó y me tendió la mano.

—Me han dicho que no ha comido.

—Me he declarado en huelga de hambre.

—Sabe que no tiene derecho. Tiene que hacer una petición...

Me sonreí. Creo que también él se daba cuenta de lo absurdo de lo que acababa de decir, aunque se esforzó por no dar señal alguna.

—Quiero hablar con el director.

—No está hoy, yo lo remplazo.

—Entonces tiene que presentarme ante un juez o mostrarme la orden del juez para mi arresto.

—No soy yo el que se ocupa de su caso. Es el director y en realidad no conozco nada de su caso.

—¿Cuándo vuelve el director?

—El lunes.

—Pero usted sabe que voy a salir antes. Mañana.

—No creo, bueno, no sé. He venido por la comida. ¿No le ha gustado la comida?

—No, en efecto no me ha parecido que sea buena.

—Si quiere le traemos su comida de afuera.

—No, ya le dije que estoy de huelga de hambre.

Hizo un gesto de irritación y al mismo tiempo en nada agresivo. Más bien parecía fastidiado por mi caso, parecía que no estaba preparado para un caso semejante, parecía buscar una solución.

—Lo mejor sería que acepte mi proposición. Podemos organizar eso, traerle de comer de afuera. Lo hemos hecho con gente enferma que tiene dietas especiales. Nuestro objetivo no es maltratar a nadie.

—Pero a mí me tienen preso sin justificación y sin orden de juez.

—No sé, yo no me he encargado de su caso.

Guardó silencio unos instantes, miró alrededor como si descubriera por primera vez la celda, como si fuera la primera vez que penetraba a una. Su mirada me llamó la atención. Luego me miró fijo a los ojos.

—Mire, yo no sé quién es usted, no sé nada de su caso. Pero le tengo que advertir que si quiere seguir con la huelga de hambre tiene que hacer una petición.

—No, yo voy a seguir sin comer.

—Mire, cuando dentro de diez o doce días ya esté muy debilitado le pondremos suero, aunque sea a la fuerza.

Fue en este momento que me sentí un poco raro. El oficial daba por descontado que iba a permanecer en este local algunos días. Aceleradamente me dije que tenía que renovar con insistencia mi táctica, que no podía dejarle la más mínima impresión que aceptaba esa posibilidad.

—Usted sabe que voy a salir antes. Tienen dos días.

El hombre me miró, su mirada era escrutadora. Me medía, me analizaba, se interrogaba sobre mi persona. De todos modos, me percaté que constituía un problema para él, que ignoraba realmente como proceder. Pienso que este funcionario era un simple carcelario, ajeno a la policía política.

—Si cambia de opinión, bueno, para cambiar de opinión tiene hasta el mediodía, luego ya va a ser tarde.

Salió en silencio, sin despedirse. En esos momentos quise sentirme fuerte. Sabía que mi huelga de hambre era una preocupación para él, también para los carceleros que le habían informado. Su presencia en mi celda me lo confirmaba, como también su proposición de traerme de comer de afuera, se trataba para mí de una victoria. Hay algo que me ha intrigado siempre: no se trata tanto de que el aspecto del puré fuese negruzco y que la anchoa fuera muy aceitosa y que esto no me provocara apetito en absoluto y que por esto no tuve que forzarme para no comer. En realidad, en ningún momento, durante todo mi tiempo de detención, no sentí ni sed, ni hambre. Como si mi determinación de no comer comandara mis funciones digestivas.

De tiempo en tiempo se oía pasos en el corredor. A veces una ventanita se abría y veía los ojos del carcelero que inspeccionaba. No sé realmente el tiempo que pasaba entre una inspección y otra, pero cada vez que el carcelero abría me encontraba de pie, frente a la puerta. No muy cerca, me paraba a cierta distancia. Ahora no puedo determinar cuál era la motivación de mi actitud.

No sé exactamente la hora, había perdido la noción, pero fue ya después del mediodía, se abrió la puerta y aparecieron dos uniformados y me dijeron que me llevarían a un parlatorio, que tenía una visita, que alguien había venido a verme. Supuse que mi mujer había venido, que había tratado de saber dónde me detenían.

No obstante al entrar en el recinto me encontré con los dos policías en civil. Los mismos que me recepcionaron. Me invitaron a sentarme. Ellos estaban detrás de un escritorio. Intuí que ellos no formaban parte del personal de la cárcel.

—Hemos venido a que nos diga dónde ha escondido su pasaporte.

En ese instante supe que había ganado. Ignoro realmente cuales fueron las iniciales intenciones que tenían para mi caso. Supe pertinentemente que no hubo ninguna intervención de un juez. Lo deduje. Ahora habían optado expulsarme. Esto no me tranquilizó en absoluto. Pues no tenía realmente nada que me permitiera negociar desde una posición de fuerza o de igual a igual. Había dos cosas que negociar. La primera era la suerte de mi mujer y de mis dos hijas. ¿Les darían permiso de salir de la Unión Soviética? Este punto era el principal. El otro era que mi pasaje fuera abierto, que me permitiera bajarme en cualquier aeropuerto. Antes existían dos tipos de pasajes aéreos. Unos eran cerrados, uno viajaba sin interrupción desde el lugar de partida hasta el lugar de llegada, sin poder cambiar de destino. Los otros eran abiertos y uno podía hacer escalas y entrar en el país que uno quisiera. Por supuesto si los acuerdos internacionales lo permitían.

Me dijeron que habían ido a mi casa a buscar mi pasaporte y que no lo habían encontrado. Me sonreí. No lo hice ostensiblemente. Pero mi leve sonrisa, creo, los irritó mayormente.

—Usted sabe que podemos hacer lo que nos de la gana, mandarlo a cualquier parte sin pasaporte. Mantenerlo aquí si nos da la gana, todo el tiempo que queramos.

—Ustedes saben que no es cierto. Que voy a salir pronto, mañana que es el tercer día. Deberían llamar al teléfono del Comité Central o permitirme que hable con ellos para contarles que estoy aquí.

—Usted mismo no ha dicho en muchas ocasiones que somos nosotros los que gobernamos y mandamos y que no es el Partido. ¿Acaso no lo ha dicho?

—Sí, lo he dicho. Pero ustedes necesitan también del Partido.

—¿Para qué?

—Sin el Partido la dictadura salta más a la vista.

—¿Qué dictadura?

—La que les permite que me tengan aquí sin orden de juez, sin respetar las leyes, la que retardó mi casamiento, la que le prohibió a mi mujer de trabajar en Inturist como guía y luego como traductora. Son ustedes los que deciden de eso. ¿No es así?

Me di cuenta que al conducirme de esta manera me estaba alejando de una posible negociación. Era como si me hubiera persuadido a mí mismo que era cierto que algo iba a ocurrir si no me soltaban al tercer día.

—Nosotros no hemos venido a discutir política con usted.

—No fui yo quien empezó.

—De todos modos lo mejor es que arreglemos esto de la mejor manera.

No creo que mi mente haya sido tan veloz como entonces. En una fracción de segundo concluí que mi actitud me había servido de algo, que mi huelga de hambre también, pues toda su actitud era distinta, no era muy arrogante. Tal vez el vicedirector tuvo algo que ver en esto. No sé. En todo caso venían a arreglar “esto” y lo querían arreglar de la mejor manera. Vi que en el arreglo me incluían. Eso me abría una puerta para negociar. Ahora veo que lo que me sucedió, quiero decir, la manera en que me sucedió, es debido en gran parte a mi llamada telefónica al dominicano. También tuvo su efecto mi actitud en la cárcel, mi manifiesta certeza de que algo pudiera ocurrir les había desbaratado sus planes iniciales. Aunque siga hasta el día de hoy ignorando cuáles eran.

—Lo primero que hay que arreglar es el caso de mi familia.

—¿Su familia? ¿Qué hay que arreglar?

—Sí, mi familia. Tengo que estar seguro de que las van a dejar salir del país.

—El caso de su mujer no lo manejamos nosotros.

—Entonces no podemos arreglar nada.

—Eso lo podemos hablar, pero antes usted tiene que decirnos dónde está el pasaporte.

—Mire, hablemos en concreto. ¿Qué va a pasar con mi mujer?

—Pues nosotros no podemos prometerle nada.

—¿Quién decide entonces? Si no son ustedes los que deciden, que venga a hablar el que decide.

En esos momentos se miraron, se hablaron con los ojos. El que no había intervenido se puso de pie y me dijo.

—Espere un momento. Su mujer está en la otra sala, ahí al lado. Si quiere le dice a ella donde está el pasaporte.

—Lo que quiero es hablar con su jefe, con el que decide.

—No se preocupe, ya va a hablar con él.

No supe inmediatamente cuál era el objetivo de comunicarme que mi mujer estaba en la sala contigua. Tal vez trataban de presionarme, que también podían ponerla presa, no sé. Pero luego cuando me dijo que el responsable iba a venir a hablar conmigo de nuevo sentí un alegrón interno que reprimí para no manifestarlo. Pensé que mi caso se les había complicado. Claro, se les complicó desde el primer momento, cuando me negué seguir al primer policía que vino a arrestarme. Todo se jugó entonces.

Los dos salieron y volvieron unos momentos después con el que supuse era el jefe. En realidad lo era.

—Mire, yo no voy a seguir perdiendo el tiempo con usted. Vamos a hablar con su mujer, usted le dice a ella donde está el pasaporte. Le doy mi palabra de oficial que su mujer con las dos niñas van a tener tres meses para salir, para preparar el viaje, si no se van en tres meses, se quedan aquí para siempre. ¿Acepta?

Me lo arrojó así de repente como para sorprenderme. Logró su efecto. Guarde silencio un instante.

—¿Qué garantía voy a tener que me va a cumplir?

—¿Qué garantía? Mire, no le voy a dar mi palabra de comunista, ni una palabra de honor o qué sé que otra cosa. No podemos firmar nada.

—Es cierto que ustedes no son comunistas. Es más, ustedes no van a lograr nunca volverme anticomunista.

—Su ideología no me importa, me sale sobrando. Si quiere le doy también mi palabra de padre. Le parece que eso es mejor. ¿Ahora acepta?

El hombre me sonrió y me tendió la mano como cerrando un pacto. Le cerré la mano.

—Vamos a hablar con su mujer, vamos a hablar un poco con ella, ella tiene que apurarse a darnos su pasaporte.

—Entiendo que me van a expulsar.

—Sí. Pero no sabemos todavía cuándo.

—Usted sabe que tiene que ser pronto, mañana. Le quiero pedir que el pasaje sea abierto.

—Ya hemos pensado en eso. Por el momento, no le diga a su mujer de nuestro arreglo. Se lo vamos a decir nosotros a ella, oficialmente.

Se levantó y me invitó a seguirlo. Vi que efectivamente mi mujer estaba allí. Con ella ya había previsto esta situación, pero como siempre estas cosas se espera que nunca lleguen, uno puede prepararse psicológicamente, pero cuando se presentan, uno se da cuenta que no existe preparación alguna. Tuvimos una corta conversación. No le conté de lo que había arreglado. Le dije dónde estaba el pasaporte. Ella sabía, pero les aseguró que no, que no sabía. Ellos le creyeron. Ella había pensado que sin el pasaporte no podían expulsarme.

2 comentarios:

  1. Anónimo11:03 p. m.

    Carlos,
    Excelentes relatos de tu historia moscovita, imagine que los contabas en una noche calurosa en Santa Ana con las copas de vino y las pupusas... Esperaré el resto de la saga. Abrazos.
    Mario Mena.

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  2. Querido Mario: aquellas noches se prestaban para eso, ¿no es cierto? Pero también para arreglar el mundo como lo hicimos. Claro que cuando las pupusas estaban ya digeridas y el efecto del vino había pasado, nos dimos cuenta que en un descuido, alguien lo había descompuesto de nuevo.

    Gracias por venir y comentar. Pero de seguro te acordás que mi primera carta desde París, que le escribí a aquel, le ponía que "un socialismo así no lo quiero para mi país". Entonces me contestó que yo era un pequeñoburgués... Se le olvidaba que éramos muy, pero muy pequeños, éramos burgueses con un capitalito inexistente, en todo caso muy chiquito. Así que yo no era pequeñoburgués, sino que un chiqitoburgués. Es una categoría que no está incluída en El Capital.

    Lo de la primera carta lo conté en San Lorenzo...

    Un abrazo.

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