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09 julio 2013

¿Somos todos terroristas potenciales?



El carácter belicoso del imperialismo se va manifestando cada día con mayor evidencia. Y lo vemos con un presidente del Partido Demócrata reputado ser el más moderado de los dos partidos dominantes de los Estados Unidos. La agresividad del imperialismo se arropa cada vez con mayor cinismo. Es patente en los intentos de volver legales los asesinatos telecomandados por Obama a través de los “drones”. Todo esto bajo el pretexto de combatir el terrorismo, así se matan ancianos, mujeres y niños, todos inocentes, todos víctimas de una guerra declarada a todo el mundo. Pues los servicios de espionaje estadounidense espían a todos los ciudadanos del mundo. Es esto lo que ha denunciado y puesto en evidencia Edward Snowden. Este interés por enterarse de las confidencias que cada uno confía a sus amigos, a su novia, a sus amantes, a sus padres y otros parientes nada tiene que ver con el combate contra el terrorismo. El interés y el análisis de los mensajes privados, íntimos por la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos nada tiene que ver con la lucha antiterrorista, ni mucho menos con la seguridad de los ciudadanos estadounidenses. Esta vigilancia escrutadora, con fines fiscalizadores, es una patente demostración del carácter totalitario de la sociedad que nos presentan con harta insistencia como la más democrática en el mundo.

Los pensadores y propagandistas de las multinacionales sienten cada vez con mayor fuerza la oposición universal a los designios dominadores y destructores del gran capital internacional. El despilfarro de las riquezas, la creciente e inútil acumulación y concentración de capitales, su capacidad de escapar de la contribución fiscal, su afición por la evasión y los paraísos fiscales, su entrelazamiento con el crimen organizado, el “saneamiento” del dinero obtenido por el comercio de los estupefacientes son realidades que aparecen como lo que efectivamente caracteriza al capitalismo es su estadio imperialista financiero. Los propagandistas no tienen en su arsenal argumentativo nada que pueda volver aceptable todos esos rasgos del capitalismo actual. Es por eso que una de las características del funcionamiento del capital es su no transparencia, la opacidad de sus transacciones, el secreto absoluto de sus designios. El gran capital se ha vuelto dueño de los principales medios de comunicación, diarios, semanales, televisiones y radios. Es la cuasa por la cual la verdad tarda en salir a la luz. La sobreexplotación de niños y mujeres en India por las principales marcas del textil se conoce en el mundo por “revelaciones” periodísticas marginales. Es necesario a veces que se produzca una catástrofe como recientemente para que de nuevo se enfoque este otro lado del funcionamiento del capitalismo, su despiadada sobreexplotación en el famoso Tercer mundo.

Por un lado el imperialismo con sus gobiernos tratan de desnudar nuestra intimidad a través de la actividad escrutadora de sus agencias de inteligencia y por el otro no escatima esfuerzos por mantener oculta la intrínseca perversidad de sus acciones. Dos caras de lo mismo, con el mismo objetivo de dominación. Por un lado el control de nuestro mundo íntimo, su análisis le sirve a los gobiernos y empresas de comunicación de una prodigiosa fuente de información sobre nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestras preocupaciones, nuestras actitudes, nuestros pensamientos, etc. Por el momento esta información y la consecuente adaptación del discurso dominante aún no han llegado a impedir que masas enteras se subleven contra la dominación del capital. Es cierto que todos los despertares ya sea primaverales u otoñales en el mundo árabe no siempre han llevado la impronta clara de una oposición al sistema. Esta oposición es marginal. No obstante la aspiración de nuevas libertades, la exigencia democrática (libertad de opinión, de expresión y a veces con la nueva exigencia de transparencia gubernamental). Esos movimientos no han podido ser detectados con antelación a pesar de toda la vigilancia y control de las Agencias y de los gobiernos dictatoriales locales.

No obstante el deseo de un control total sobre nuestras conciencias es patente. Esto no es realmente algo nuevo o inédito. Desde siempre las clases dominantes se han dotado de los medios necesarios para la dominación ideológica de las masas. Todos hemos sospechado con mayor o menor intensidad que las Agencias de “Seguridad” nos vigilan, nos espían. Edward Snowden acaba de revelarnos no la existencia, sino que su carácter sistemático, su minuciosidad, la extensión mundial del fenómeno.

Periódicos europeos revelaron que este espionaje no se dirige exclusivamente a las personas privadas, sino que los Estados Unidos han estado espiando a gobiernos aliados de Europa, a las oficinas de la Comunidad Europea, etc. Esta actividad no sólo va dirigida a los aspectos políticos y diplomáticos, sino que se extiende y se intensifica en asuntos del espionaje industrial. Estas revelaciones han tenido un efecto curioso en los gobiernos europeos. Es evidente que ante sus opiniones públicas era imposible no mostrarse indignados y fingir tomar las medidas que se imponen. Los gobiernos protestaron y le han pedido “explicaciones” al Ejecutivo estadounidense. El presidente François Hollande llegó hasta exigir que se interrumpan las negociaciones de libre comercio entre la Comunidad Europea y los Estados Unidos… por lo menos unos quince días. La vida y la prensa se van a encargar de poner en el olvido estas inconveniencias entre amigos.

La explicaciones de Obama tuvieron una pizca de disculpa y luego el cinismo normal del más fuerte salió a la superficie y ha dicho durante su periplo africano que los servicios de seguridad se han creado para obtener información y que todos los gobiernos los utilizan. No hay pues nada inquietante, ni nada que salga de lo ordinario. Esto contrasta con la actitud adoptada por el gobierno de los Estados Unidos respecto a su exagente Edward Snowden.  Lo quieren preso o muerto a toda costa. En el país de la justicia sumaria de “vivo o muerto”, de las ejecuciones teledirigidas por los drones y asumidas por el mismo presidente Obama, es un delito mostrar las ropas sucias del Rey y decirle que se ha quedado desnudo.

Estamos ante un caso de disidencia, de libertad de pensamiento y de opinión. El mundo entero es vigilado, su correo electrónico es violado, sus conversaciones con sus parientes y amigos son escuchadas, grabadas, archivadas y analizadas, todo esto en el más grande secreto y en contradicción con las leyes internacionales ¿puede una persona honesta dejar oculto semejante delito? Se trata de un delito de un Estado, del Estado más poderoso y más criminal en la actualidad. Un Estado que no ha dudado en ningún momento mentir, manipular a su propia opinión y a la opinión mundial para desatar una guerra absurda y destructora, la de Iraq. Un Estado que ha raptado ciudadanos de varios países y ha procedido a torturarlos sistemáticamente, en violación de muchas leyes internacionales. Oponerse entonces a ese espionaje de la vida íntima de millones de personas es un imperativo moral, es al que ha obedecido Edward Snowden.

Es por ello que la actitud adoptada por los gobiernos de España, Portugal, Italia y Francia respecto al presidente boliviano Evo Morales es vergonzosa. Vergonzosa por muchas razones, la primera es por el profundo irrespeto por la soberanía y la dignidad del pueblo boliviano, tratar como a un delincuente a su presidente no tiene nombre. Es lo que han hecho esos países, lo han hecho con arrogancia hacia todos nuestros pueblos latinoamericanos y lo han hecho en una profunda y servil sumisión hacia el Estado que los ha estado espiando, hacia el Estado que se ha erigido como el amo y dueño del mundo. En esta ocasión han mostrado su desfachatado servilismo. Y todo esto lo han perpetrado por un rumor desmentido, la presencia en el avión presidencial boliviano de Edward Snowden. ¿Es acaso este ciudadano un criminal de guerra o un peligroso terrorista? ¡Claro que no!

Es necesario que la conciencia universal sea fuerte y defienda con ahínco la libertad de Snowden, su derecho al asilo, su derecho a la vida. Pues este joven corre el riesgo de ser aniquilado, de ser apresado y llevado a un Tribunal que ya lo tiene condenado y entregarlo al verdugo. No dejemos que ante la faz del mundo se vuelva al tiempo de la caza de brujas, de las ejecuciones inquisitoriales.

No permitamos que so pretexto de luchar contra el terrorismo, seamos todos los hombres del mundo sospechados, considerados potencialmente terroristas.

02 julio 2013

Mi colección de íncipits



 Una vez me propuse recolectar los íncipits de novelas que más me gustaran.  Para que desaparezca la anfibología, se trata de los íncipits que más me gustaran; da la casualidad que aquellos que fui anotando procedían de novelas que también me habían gustado. Hay unos cortos, muy cortos como la frase que abre “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes: “Yo despierto…”. Sucede que este despertar es hacia la muerte, en la muerte, como este otro íncipits mexicano de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, esto lo dice el personaje ya enterrado. Pero nada nos anuncian de ello los íncipits mismos, lo descubriremos en el paso de la lectura.

La muerte también está presente en las primeras páginas de la novela del cubano José Lezama Lima, “Oppiano Licario”, que se inicia con una frase muy sencilla, “De noche la puerta quedaba casi abierta.” Sorprende esta sencillez si recordamos el abigarrado comienzo de “Paradiso”: “La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas”. El punto marca el fin de este amontonamiento de pequeñas frases que abren la narración y que le ponen fin al íncipit.

Por supuesto que se puede discutir si es necesario que este último inicio abarque todas las frases, pero no existe realmente un criterio que lo prohíba, tampoco ninguno que nos indique qué es lo que entra en un íncipit. Creo que formalmente es el punto final la única señal. Poner o no un punto es opción del autor y creo que en estos asuntos siempre se debe uno guiar por este criterio.

Ignoro si alguien se ha dedicado a lo mismo y si ha encontrado la manera de clasificarlos, de ordenarlos, tal vez exista un estudio profundo y sistemático. Lo que yo me propuse era apenas colectar estos íncipits a la usanza de los que recogen “corcholatas”, “timbres”, “estatuitas de Buda”, etc. Y he ido desechando de mi colección algunos íncipits porque no me gustaban y no me daban pábulo para escribir algo. Resulta que hay algunos que han dado mucho que escribir e incluso que han suscitado hasta despiadadas polémicas y graves discusiones. Uno de estos es el de Lev Tolstoi en “Anna Karenina”, se los doy en mi traducción, no creo que difiera mucho de la que ya habrán leído en otras traducciones, pero no tengo ninguna: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada, es desdichada a su manera”. Hace algunos años leí con mucho agrado unos comentarios de Víctor Shklovski, uno de los fundadores del formalismo ruso, esta lectura ya es ahora antigua. En los dos tomos que tengo en casa no aparece ese comentario, por lo menos no lo encontré en la hojeada que les di, fue un vistazo fugaz. Recuerdo también algo escrito por Mijaíl Bajtin, algunos le ponen tilde en la i, siguiendo la pronunciación francesa y no la rusa. Lo curioso es que en Wikipedia viene acentuado en ruso como si fuera una palabra aguda, mientras que en la lista de nombres le ponen también acento, pero esta vez como grave. En ruso no se ponen los acentos.

Me alejé del tema, no importa, siempre que me pongo a escribir tan libremente me voy como cabra al monte, voy siempre de orilla a orilla de la vereda. Volviendo a Tolstoi, su íncipit es un concentrado de su novela, no nos anuncia nada, no es una promesa narrativa, no obstante sabemos que nos va a contar la desdicha particular, propia de una familia, pero la banalidad de Stiva, su ligereza, su superficialidad y su “desdicha”, que es con lo que Lev Nikolaevich Tolstoi abre su relato, no nos deja entrever todo el drama que se va a presentar ante nosotros, el drama de esa mujer, de Anna Karenina, que va a enfrentar la hipocresía de su casta, de su medio y de la sociedad. Anna Karenina es una mujer íntegra, que quiere amar, que quiere ser una mujer en toda la extensión de la palabra. Su desdicha es profunda y trágica.

Quiero ahora volver a los íncipits en castellano, tal vez estos dos que voy a citar sean los más conocidos y al mismo tiempo los más comentados en el mundo. El primero es de Miguel de Cervantes en su “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, les dejo cierto tiempo para que lo rememoren, que es algo muy sabroso repetirlo en voz alta para quienes lo saben de memoria. Tiene un ritmo de poema libre, de esos que ahora evitan la rima y que juegan con los acentos, bueno, ahora va la cita: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”

Siempre, siempre que me repito en la mente estas iniciales palabras cervantinas, acuden a mí, a mi recuerdo los ceñudos y ceñidos pleitos del otro don Miguel con el autor de “Don Quijote”, me estoy refiriendo a mi don Miguel de Unamuno. En su “Vida de Don Quijote y Sancho” Unamuno empieza justamente señalando que nada de nada sabemos de la infancia y juventud del “Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos”, nada sabemos de su linaje. Instruye mucho ir leyendo o releyendo al Quijote con el libro de Unamuno al lado. Aunque sea para irnos peleando con el vasco, con este hombre cascarrabias y jovial, que departe con nosotros su cordura y sus locuras.

Recuerdo también ahora haber leído los análisis minuciosos y sabios de Américo Castro, pero eso fue ya hace mucho tiempo, durante mis estudios universitarios, desde entonces no los he vuelto a leer. No obstante recuerdo el detallado análisis de la dieta semanal del Quijote que hace este maestro y que viene en seguida del íncipit cervantino.

Sostienen algunos filólogos que el verbo “querer” juega aquí el papel de auxiliar y que  “no quiero acordarme” significa llanamente “no me acuerdo”. No sé por qué esta aclaración me le roba algo, es como si de alguna manera la omisión del nombre del pueblo no es producto de la discreción del narrador, sino que simplemente una fórmula de cuentos tradicionales, de muchos cuentos. Pero el olvido no tiene el mismo peso, ni valor que la opción de no querer nombrar. Uno se imagina las mil y una razón de este no querer acordarse. Bueno, “esta era una vez” tiene también su encanto.

El otro íncipit con el que voy a terminar esta pequeña muestra es el de “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.  El narrador del Quijote nada sabe de la infancia y mocedades de su héroe, mientras que el narrador de la obra colombiana es un sabedor de todos los detalles. Sabe hasta los recuerdos futuros de Aureliano Buendía de un hecho de su remota infancia. El narrador nos anuncia un falso fin de la novela y un hecho real que pronto descubriremos, dándole aún mayor certeza al fusilamiento que no tendrá lugar. No hay ningún lector que no haya caído en la trampa, todos nos ponemos a esperar el trágico y fatídico desenlace. Esta falsa profecía le entrega al narrador la fuerza épica de las antiguas leyendas, el tono no va a cambiar, ni tampoco nuestra confianza en sus palabras aún después de que descubrimos que nos ha engañado al anunciarnos la muerte fatal de Aureliano. Esta mentira inicial nos obliga a creer en el mundo fantástico que se abre paso en los capítulos que siguen. Al final, cuando el mundo narrado se destruye, nos damos cuenta que tanto el narrador como nosotros los lectores vivimos en otro mundo, un mundo sin nombre y tal vez ya sin historia o tal vez sin saber que tal vez nos toque repetir sin fin el mismo ciclo de guerras y muertes anunciadas.