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23 abril 2006

Un poema

Las trampas de mi historia
Los baches de la historia fueron
los que retardaron mis te quiero.
Tanto me costó decirlo
que hasta la máscara del grito
amordazó la mano en la caricia.

Qué oscuro me puse, qué tristes
fueron mis inquietos gestos,
qué culpa me inculcaron,
qué tenía que ver la historia
con las sombras de dos cuerpos
luchando en las paredes,
enlazados,
crucificados,
clavados,
disfrazados,
envueltos en el frío,
desnudos en estío.

Ahora que lo pienso,
la historia le puso tantas trampas a mi vida,
que hasta mis amigos se fueron yendo,
uno a uno,
bajo nuevas e inútiles banderas.

Inútiles banderas.
Cómo me cuesta decirlo.
Como si decirlo fuera repetir un ingrato te quiero,
un te quiero de hastío o de costumbre,
un te quiero arrebatado.

Mis amigos.
Cuánta fe se nos fue buscando apaciguar la loba,
la misma que hacía de nuestras vidas primaveras.
Me gustaría nombrarlos a todos,
a vos Óscar Turcios,
a vos Iván Cevallos,
al tico Soley.
¡Ay! Burol, por poco te olvido.
Fallitas, cómo olvidarme de tus fantasmas,
de tus penas nadando,
de tus puntos olvidados
y las comas que le faltaban a las citas
truncadas por el Pravda.

¡Cuántos baches tuvo nuestra historia!
¡Cuántos remiendos quisimos ponerle al mundo!
¡Cuántos te quiero dejamos sepultados!


Pero hubo veces que le pusimos
trampas a la historia
y quisimos a lindas muchachas
como si fueran la patria
y las bañamos de te quieros
hasta la victoria y siempre
fue el mismo dilema,
patria o el amor que nos robaban.

Cómo me cuesta decirlo.
Pero los años se arrastran en la memoria
como virtuosos lagartos enamorados,
como si cada uno fuera un remordimiento
de trecientos sesenta y cinco huevos.

Pero de nada me arrepiento.
O tal vez de muy poco.

Nosotros lo que queríamos
era peinar al despeinado mundo,
hacerle un trajecito,
restregarlo, lavarle las orejas,
limpiarle las uñas,
lustrarle los zapatos,
ponerlo tipería para la grandiosa boda
con la muchacha más bella y más morena
que soñamos: la Gloriosa Aurora.

Y la quisimos tanto.
La quisimos con ganas,
como si fuera la novia,
la madre
y la patria juntas.
La Gloriosa Aurora.
Ahora, en las tinieblas recordando,
aparece majestuoso el busto de Ilich,
el mismo que en Tuapcé
nos cubrió para que bajo su erguido amparo
de besos, de muchos te quiero,
de oscuras caricias,
de altas estrellas,
de pequeñísimas,
de muy pequeñísimas palabras
fuéramos construyendo
nuestros más eternos instantes.

No voy a nombrarlas.
Pero fueron, han sido.
Generosas y hospitalarias
me ayudaron a crecer.
Me enseñaron que desde las raíces
del árbol de la vida
germina la savia del famoso fruto.

Que no eran la otra inmerecida mitad,
ni el absurdo complemento de seres separados.
Que juntos diferentes iremos por el mundo,
que era una pena sin remedio separarnos
y en las inciertas encrucijadas del reencuentro
siempre serán apenas el recuerdo del encanto.

No obstante
las súplicas de que las sepultara en el olvido,
de que regara con tiempo mis heridas,
de que no las llorara:
otra te querrá como yo no te he querido,
al cabo de esta historia,
no obstante, lo repito,
tengo previsto no caer en la última trampa,
la del balance.

Haré mis cuentas, sí. Mis cuentas.
Con mi sombra y con la poca luz que me ha quedado.

14-15 de Diciembre de 2004, Sarcelles.

20 abril 2006

Manifiesto republicano

Manifiesto "Con orgullo, con modestia y con gratitud"
El 14 de abril de 1931, España tuvo una oportunidad. La proclamación de la II República Española encarnó el sueño de un país capaz de ser mejor que sí mismo, y reunió en un solo esfuerzo a todos los españoles que aspiraban a un porvenir de democracia y de modernidad, de libertad y de justicia, de educación y de progreso, de igualdad y de derechos universales para todos sus conciudadanos. Hoy, setenta y cinco años después, los firmantes de este manifiesto evocamos aquel espíritu con orgullo, con modestia y con gratitud, y reivindicamos como propios los valores del republicanismo español, que siguen vigentes como símbolos de un país mejor, más libre y más justo.
Frente al colosal impulso modernizador y democratizador que acometieron las instituciones republicanas -siempre con la desleal oposición de quienes creían, y siguen creyendo, que este país es de su exclusiva propiedad-, todavía se nos sigue intentando convencer de que la II República fue un bello propósito condenado al fracaso desde antes de nacer por sus propios errores y carencias. Los firmantes de este manifiesto rechazamos radicalmente esta interpretación, que sólo pretende absolver al general Franco de la responsabilidad del golpe de estado que interrumpió la legalidad constitucional y democrática de una república sostenida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, con las trágicas consecuencias que todos conocemos. Y exigimos que las instituciones de la actual democracia española rompan de manera definitiva los lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los municipios hasta los contenidos de los libros de texto- con un estado ilegítimo, que surgió de una agresión feroz contra sus propios ciudadanos y se sostuvo en el poder durante treinta y siete años mediante el abuso sistemático e indiscriminado de los siniestros recursos que caracterizan la pervivencia de los regímenes totalitarios. Después de treinta años de democracia, resulta vergonzoso tener que recordar aún donde estaba la ley y donde estuvo el delito. A estas alturas, es intolerable, y muy peligroso para la salud moral y política de nuestro país, que todavía se pretenda equiparar al gobierno legítimo de una nación democrática con la facción militar que se sublevó contra el estado al que, por su honor, había jurado defender, y cuya victoria sólo fue posible gracias a la ayuda de los regímenes fascista y nazi que preparaban una invasión de Europa que acabaría provocando una guerra mundial y, aún más decisivamente, gracias a la culpable indiferencia de las democracias occidentales, que, antes de convertirse en víctimas de las mismas potencias en cuyas manos habían abandonado a España, eligieron parapetarse tras el hipócrita simulacro de neutralidad que representó el comité de No Intervención de Londres.
El 14 de abril de 1931, España tuvo una oportunidad, y los españoles la aprovecharon. Pese a la brevedad de su vida, la II República desarrolló en múltiples campos de la vida pública una labor ingente, que asombró al mundo y situó a nuestro país en la vanguardia social y cultural. Entre sus logros, bastaría citar la reforma agraria, el sufragio femenino, los avances en materia legislativa de toda índole, la separación efectiva de poderes, las constantes y modernísimas iniciativas destinadas a difundir la cultura hasta en las comarcas más remotas, el decidido impulso de la investigación científica o el florecimiento ejemplar no sólo de la educación, sino también de la asistencia sanitaria pública, para demostrar que aquel bello propósito generó bellísimas realidades, que habrían sido capaces de cambiar la vida de un pueblo condenado a la pobreza, la sumisión y la ignorancia por los mismos poderes -los grandes propietarios, la facción más reaccionaria del Ejército y la jerarquía de la Iglesia Católica- que se apresuraron a mutilarlo de toda esperanza.
La República dotó a los sectores más débiles y desprotegidos de la sociedad de entonces, las mujeres y los niños, de un estatuto jurídico privilegiado en su época. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen supuso para ellas, para ellos, la pérdida de todo derecho y su consagración como subciudadanos dependientes de la buena voluntad de los cabezas de sus respectivas familias. La República apostó por la defensa de los espacios públicos como escenario fundamental de la vida española, asumiendo la necesidad de equiparar las condiciones de vida de las poblaciones rurales y urbanas, y desarrollando políticas de igualdad no sólo entre los individuos, sino también entre las regiones más y menos prósperas. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen consolidó las desigualdades históricas tanto individuales como colectivas, y abandonó la promoción de los servicios públicos para crear un déficit que en algunos sectores, como la educación primaria y secundaria, seguimos padeciendo todavía. La República fomentó el auge de la cultura española en todos los terrenos de la creación artística y de la investigación científica, el debate intelectual y la vida universitaria, hasta el punto de que su nombre y su destino estarán unidos para siempre a la memoria del máximo esplendor cultural del que ha gozado nuestro país en la era moderna. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen supuso la pérdida más trágica que, a su vez, ha soportado nunca la cultura española, el exilio masivo de los mejores, que dejaron las aulas y los laboratorios, los talleres y las redacciones, las editoriales y los museos, la autoridad y el prestigio intelectual de nuestro país, en manos de una improvisada cosecha de oportunistas y segundones, que redujeron la vida cultural española a una lamentable manifestación de mediocres oscuridades.
Hoy, setenta y cinco años después, los firmantes de este manifiesto no queremos seguir lamentando la triste brutalidad de aquel retroceso, sino celebrar la emocionante calidad de los logros que le precedieron, y agradecer la ambición, el coraje, el talento y la entrega de una generación de españoles que creyó en nosotros al creer en el futuro de su país. Reivindicar su memoria es creer en nuestro propio futuro, que será proporcionalmente mejor, más libre, más justo, más feliz, en la medida en que seamos capaces de estar a la altura de la tradición republicana que hemos heredado. Por una España verdaderamente moderna, laica, culta, igualitaria, por su definitiva normalización democrática, y por el progreso armónico del bienestar de todos sus ciudadanos, hoy, setenta y cinco años después, queremos celebrar el 14 de abril de 1931, y proponer que esta fecha se celebre en lo sucesivo como un reconocimiento oficial a todos los ciudadanos españoles que lucharon activamente por la libertad, la justicia y la igualdad, valores comunes que tienen que seguir orientando la construcción democrática de la sociedad española. Abril 2006

11 abril 2006

Recuerdos

Incipits I

Leve recuerdo, recuerdo en hilachas, no obstante persistente y que me ha acompañado toda la vida. Un atardecer en Santa Ana, en el atrio del Calvario, un grupo de muchachos, alumnos del Seminario, comentaban el primer capítulo de la última novela que acababa de leernos el profesor de castellano. No recuerdo ni siquiera aproximadamente la fecha, sé que mediaban los años cincuenta. Recuerdo que solíamos reunirnos en las gradas de la estatua del fray Felipe de Jesús Moraga. Hablábamos entre nosotros de todo, las más de las veces de asuntos profanos. Esa vez pronuncié palabras que sorprendieron a mis contertulios y que me sorprenden hasta ahora a mí mismo, no tanto por su contenido, sino por lo tajante de mi juicio de entonces y el exiguo material que lo sustentaba. ¿Quién sabe cuáles fueron los caminos que me llevaron a esa conclusión? Pero el hecho es que afirmé sin pispilear que esa novela no podía ser muy buena, pues la frase inicial era muy mala. Mis compañeros se sorprendieron por lo incisorio de mi abrupta frase. Se burlaron y se rieron. ¿Qué sabía de novelas buenas o malas, si yo no había escrito ninguna? ¡¿Una frase no lo determina todo?!

No me pregunten de qué novela se trataba, se me ha olvidado. Además nuestro profesor tuvo que cambiar de estrategia para interesarnos al estudio de la gramática castellana. En realidad se vio obligado a estudiarla para poder enseñárnosla... Así que nunca supimos si era buena o mala la novela... A mí me gustaban esas lecturas semanales. Muchos años después supe el nombre latino de la frase introductora de las novelas: íncipit.

Mucho me he entretenido leyendo, analizando los íncipits. Tal vez el más célebre sea el majestuoso inicio de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Tan célebre que ya nadie le presta atención y lo que más ha aguzado la perspicacia indagatoria, es el misterioso lugar de la Mancha, cuyo nombre no podemos conocer. No obstante ese íncipit —oído tantas veces antes de que abriera la novela de Miguel de Cervantes— tardó en revelarme su magia. Me ocurrió lo que le acontece a todo el mundo al cruzarse con alguien muy conocido, lo dejé pasar.

Fue con León Nikolaevich Tolstoi que comenzó realmente a afilarse mi atención: al leer la primera oración de Anna Karenina fue fulgurante la sensación de sentir que una mano tomaba la mía para entregarme un hilo que me guiaría en el laberíntico escudriño del alma humana. Al mismo tiempo me sentí atrapado. Nada, ni nadie pudo arrancarme de la novela. El íncipit marcó también el compás de mi lectura. No tuve que precipitarme con desembocada curiosidad buscando un desenlace que desahogara la tensión de los anhelos provocados. El ritmo de mi lectura fue lento, tal vez se entrelazaba con la prudente marcha que adoptó la pluma de Tolstoi. La apertura nos advierte en forma de adagio que vamos a ser testigos de un drama: "Las familias felices se parecen entre ellas, cada familia desdichada lo es a su manera". Esta verdad tan sencilla y tan sencillamente dicha me sobrecogió profundamente, pues la singularidad de la desdicha forzosamente nos hunde en la soledad y nos priva de la posible comunión con los otros. La desdicha nos aparta, nos condena.