En nuestras reflexiones solemos
olvidar cosas esenciales, perdemos de vista nuestro punto de mira, a
lo que le apuntamos. Durante décadas partidos políticos y
movimientos se plantearon como su principal meta política la toma
del poder. Esta toma del poder fue considerada como el resultado de
batallas de una guerra llevada a cabo por una vanguardia
revolucionaria contra la clase dominante y su aparato estatal.
Parecía lógico que se trataba de una etapa inevitable,
imprescindible en el proceso revolucionario, sin el poder era vano
proponerse las reformas estructurales necesarias. Más adelante me
voy a referir a las formas y contenidos de esta guerra por el poder.
Por el momento deseo llevar adelante una reflexión sobre esta
cuestión de la toma del poder como objetivo principal.
Esta toma del poder implica
inevitablemente conservar el Estado, aunque sea reformado y cambiando
la dirección de la fuerza represiva hacia las clases dominantes y ya
no contra los trabajadores que se suponen están en el poder. No
obstante si nos detenemos un instante en la historia del siglo XX
observamos que el “socialismo real” dejó de lado por completo un
momento crucial pensado por Marx, se trata de la desaparición misma
del Estado en sus funciones de aparato represivo. Al contrario los
partidos que llegaron al poder volvieron su objetivo inicial de
llegar al poder en otro semejante, mantenerse en el poder y para ello
conservaron intactas o perfeccionaron las estructuras policiales de
represión. Marx planteaba en la fase de transición hacia el
comunismo la dictadura del proletariado que iba dirigida
primordialmente contra la burguesía y sus aliados. La realidad fue
otra, los Estados del “socialismo real” se volvieron represivos
contra sus propios ciudadanos y algunos merecieron el título de
Estados policiales.
Dos opciones
No obstante estamos ya en otros
tiempos, no solo han quedado atrás las experiencias de otros países,
sino que también nuestra larga historia de luchas con algunos logros
y rotundas derrotas. Se debe de aprender de ambas. Nos estamos
acercando poco a poco a cumplir un siglo de la insurrección de 1932,
a medida que ha ido pasando el tiempo se ha ido calificando
diferentemente este suceso. Se ha llegado a negar el carácter social
y clasista reduciéndolo a una pelea étnica. Todo el contexto de la
crisis general del capitalismo que se inició en 1928 y sus
repercusiones en nuestro país desaparecen. Urgimos nuevos análisis
y reconstruir nuestra historia de luchas, de lo contrario nos será
imposible entender ciertos procesos históricos que se mantienen
durando largos períodos. Por supuesto aquí no puedo entrar a
analizar al por menudo nuestra historia, ni tengo realmente la debida
competencia.
En las últimas tres décadas del
siglo pasado hubo un viraje y una aceleración en nuestra historia.
Después de un largo período de recuperación y de tanteos,
discusiones teóricas supervisadas por extranjeros, por especialistas
y consejeros de la URSS y del PCUS, sobre los objetivos inmediatos y
a medio plazo y por consiguiente las formas de estas luchas. Hubo dos
grandes objetivos, uno de ellos que durante muchos años predominó
fue lograr una participación política pública y legal, en otras
palabras llegar a una “democratización” de la sociedad
salvadoreña. Hay que tener en mente que la actividad política y
sindical estaban simplemente prohibidas y que se ejercía una
represión brutal y constante. Esto limitaba enormemente alcanzar
una influencia de las ideas de transformación social y
revolucionarias dentro de la sociedad. Incluso era casi imposible
obtener esto al interior de las organizaciones, pues las escuelas
clandestinas para preparar los cuadros del partido y de los
sindicatos no poseían los medios necesarios en documentos didácticos
y libros de estudio. Tener en sus manos en los años cincuenta el
manual de Politzer, “Principios elementales de filosofía” ya era
extraordinario, algunos lo tuvieron en sus manos durante algunos
cortos días y su lectura era apresurada y muy fervorosa. De esa
manera poco se podía avanzar en la edificación de un partido de
vanguardia sólidamente preparado para enfrentar las batallas
ideológicas. Los grupos que abogaban por este objetivo pensaron
siempre que la libertad de pensamiento y de expresión, de reunión
iban a producir sus efectos de manera fulgurante. Por supuesto que se
trataba de una de las primeras etapas y metas que alcanzar. Luego
seguirían otras que iban a profundizar los cambios estructurales.
Para dar un ejemplo concreto
dentro de nuestra historia, se trata de tres cortos meses de gran
efervescencia ciudadana, los tres meses que duró la Junta de
Gobierno (26 de octubre de 1960 a 21 de enero de 1961). Durante estos
tres meses la gente se pudo reunir, crear sindicatos, nuevos partidos
o tener actividad pública y sin estorbos. El Partido Revolucionario
Abril y Mayo (PRAM), fachada abierta del PCS, tuvo un crecimiento
fulgurante, se realizaban mítines, reuniones y marchas públicas en
las principales ciudades del país. Circularon libremente libros que
hasta entonces eran totalmente prohibidos de hecho, las famosas ideas
“subversivas” pudieron ser más o menos expuestas en las
“escuelas” del PRAM. Este partido abrió locales en muchos
lugares del país, la gente acudía para informarse, para recoger
volantes y distribuirlos entre los vecinos, etc. No obstante esto
duró apenas tres meses y este partido entró en la clandestinidad
nuevamente y todo el panorama cambió.
El triunfo de la revolución cubana
vino a darle un riendazo acelerador a la otra posición, cuyo
objetivo era también llegar al poder pero sirviéndose de las armas,
lo que se nombró “la vía armada” en contraposición con la
anterior que se le llamó “la vía pacífica”. En realidad, el
golpe de Estado que derrocó a la Junta de Gobierno en alguna
medida desacreditó la primera opción y puso de manera acuciante la
segunda posición sobre el tapete.
Hubo en toda América Latina
movimientos guerrilleros, alzamientos de civiles en armas. La mayoría
fueron derrotados en los combates iniciales. En El Salvador tardó en
imponerse esta visión y la anterior nunca desapareció del todo,
incluso tenía una posición muy ambigua, pues no negaba la necesidad
en algún momento de recurrir a las armas en las etapas finales, etc.
Hubo cisma en el Partido Comunista y además de las FPL que fundó el
exsecretario general del PC, Salvador Cayetano Carpio, surgieron
otras organizaciones guerrilleras. El PCS se incorporó con cierto
retraso pero sin renunciar por completo a su visión electoralista y
a veces complotista (participación en golpes de Estado).
Ambas posiciones tenían como
principal objetivo la toma del poder. No se trata en absoluto de nada
particular en nuestro caso, pues la mayoría de movimientos y
partidos políticos siempre se han propuesto este desafío. Pero son
muy pocos los que al mismo tiempo desarrollaron una reflexión
profunda sobre el Estado. El partido bolchevique si lo hizo, la
social-democracia alemana de inicios del siglo XX también. El resto
no se plantearon nunca este problema que por supuesto incluye pensar
la desaparición del Estado. Pues el objetivo revolucionario
realmente no era la simple toma del poder, sino que la transformación
de la sociedad de clases en una sin clases, pasar al comunismo.
Dentro del campo
político con nuestra política
Algunos estarán pensando que en
política todos los partidos
tienen que plantearse la toma del poder, que este objetivo es la misma
esencia de la actividad política. Esto suena exacto, verdadero, no
obstante cuando discurrimos no podemos hablar de política en
general, sino que nuestra participación siempre se produce dentro de
un cuadro determinado social e histórico. ¿Un partido
revolucionario puede adoptar sin más, sin interrogaciones, los
métodos y maneras que impone el campo político impuesto por la
clase dominante? En ese caso se podría sin mayores cuestionamientos
éticos aplicar el cinismo y la perfidia recomendada por Nicolás
Machiavelo al Príncipe para apoderarse del poder y mantenerse en él.
El partido revolucionario no puede por principio comportarse como
cualquier otro partido, sus objetivos le imponen conductas
diferentes, no se trata de “enamorar” a un electorado como dijera
hace algunos años un dirigente del FMLN, sino que de convencer de lo
bien fundado de la necesidad de cambiar de sociedad. Se trata de
persuadir a la gente que el capitalismo es incapaz de resolver los
problemas individuales y colectivos de los miembros de la sociedad.
Esto impone que los miembros del partido revolucionario no sólo
estén convencidos de la justeza de este planteamiento, sino que
asimismo sean capaces de convencer, de persuadir a otros. En esto
vemos que el resto de partidos que luchan por el poder no pueden
complicarse la vida con semejantes precauciones, ellos no se plantean
transformar ni el Estado, mucho menos el funcionamiento clasista de
la sociedad. Esto significa que el tiempo político del resto de
partidos está enmarcado por el ritmo electoral, por la vida
institucional que le impone reglas y lógicas muy precisas.
El pensamiento revolucionario no se
guía exclusivamente por consideraciones tácticas, aun menos por
lógicas electoreras, lo fundamental para este tipo de partido son
los planteamientos estratégicos, no se piensa viendo el horizonte de
las próximas elecciones, sino que se piensa en el largo plazo. Por
supuesto que el partido revolucionario no existe fuera de la
sociedad, ni fuera del tiempo corriente. Es precisamente una de las
mayores dificultades en la política revolucionaria, saber combinar
las posiciones coyunturales con la mira final de transformación
social.
Es cierto que el análisis de las
cuestiones sociales, económicas y políticas imponen una
exterioridad, mirar a la sociedad globalmente, abarcando todos los
problemas sociales y societales, aportar proposiciones concretas del
momento que contengan ya las respuestas a los problemas en su
integralidad.
No puede desatender
la vida cotidiana
El partido revolucionario no puede
desatender la vida cotidiana de la gente y esta vida concreta
contiene también su desenvolvimiento dentro de las coyunturas
políticas, económicas y sociales. Las coyunturas son cambiantes,
fluctuantes, oscilantes, en ellas se pone en juego los problemas del
momento, las correlaciones de fuerzas someten a prueba cada vez las
posiciones de principio y las del momento que a veces a simple vista
pueden parecer entrar en contradicción. El asunto se puede resumir
en que las coyunturas le sirven al partido revolucionario para
acumular experiencias y al mismo tiempo medir sus fuerzas, su
influencia en la sociedad.
Es evidente que la cuestión de la
toma del poder es central y hay que pasar por ella, aunque hasta
ahora la reflexión gira en torno del sujeto de esta tarea. Se piensa
siempre en la vanguardia, en el partido de la vanguardia.
De por sí este término es militar con todos sus sentidos y todas
sus connotaciones. Se trata de un destacamento, de un grupo que
encabeza y que dirige al resto. ¿Quién es el resto? Al responder a
esta pregunta nos damos cuenta que a la clase proletaria, la
verdaderamente revolucionaria, se le adjudica un papel secundario, de
segundo orden. El sujeto histórico se vuelve en una clase incapaz de
asumir por si misma su emancipación y aún menos conducir las tareas
transformacionales de la sociedad. El papel fundamental en el proceso
lo desempeña el partido, siempre se ha pensado en que es él el
dirigente, el que educa, el que planifica, el que analiza, el que
está por encima del “resto”. De alguna manera el famoso
“intelectual colectivo” que elabora las tácticas y la
estrategia, cuyo papel es educar a la clase asalariada. Este
intelectual no es el de Gramsci, no es el que plantea el italiano,
sino que el que usurpa las capacidades de todos los intelectuales
orgánicos de la sociedad. Este término se puso de moda, me refiero
a “intelectual”, en nuestra lengua y en su uso se confundió con
las personas que producían alguna obra de arte, con escritores,
con poetas, con ensayistas, con pensadores, con filósofos, con
periodistas, etc. Otra figura que estuvo de moda fue la de
“intelectual comprometido” que se acuñó después de la Segunda
Guerra Mundial y en torno a figuras como Jean-Paul Sartre, poco a
poco el término abarcó a todas las personas que ejercen un oficio
en el que es necesario aplicar lo aprendido en estudios
especializados, como los ingenieros, los médicos, físicos,
biólogos, etc. Con esta última extensión surgió su opuesto, “el
trabajador manual”.
Al “trabajador manual” se le
reconoce que también piensa, que en su práctica despliega
cierto pensamiento y cierto conocimiento, cierta
habilidad. No obstante se sobrentiende que para elevarse más allá
de la simple práctica laboral urge la asistencia de los
intelectuales o del partido y sus dirigentes. Espero que no se
entienda que estoy produciendo un discurso anti-intelectual y que me
estoy sumergiendo en las empantanadas aguas del obrerismo. La
realidad de hoy ciertamente nos ofrece esa división sociológica, en
la que existen los intelectuales y los trabajadores manuales, los
técnicos y los ejecutantes. Muchos partidos que se supusieron
revolucionarios simplemente reprodujeron en su seno este mismo
esquema de la sociedad capitalista, los que dirigen y los que
ejecutan, los que producen ideas y los que las pueden asimilar. Este
esquema sostiene el funcionamiento vertical de la inmensa mayoría de
partidos y organizaciones populares y también el sistema autocrático
de la reproducción de las direcciones de los partidos.
El partido no
suplanta a la clase
Tanto en la fase de conquista del
poder, como en la fase de inicio de la transformación de la sociedad
no se puede, no se debe suplantar a la clase por el partido. Por
supuesto que el papel del partido se vuelve mucho más complicado,
pues su funcionamiento tiene que dejar de ser vertical, no puede
seguir rigiéndose por las viejas y obsoletas estructuras que
reproducían los esquemas y funcionamiento de la sociedad de clases,
en donde existe una pirámide con su cima y su base. En el mito de la
democracia partidaria, con ese pretendido centralismo democrático,
en el que se suponía que la información subía de la base hacia la
cúspide, hacia la dirección y que esa “materia bruta” era
tratada, estudiada y elaborada por las instancias dirigentes para
luego bajar a la base. La realidad presentó otra cara. La dirección
decidía de todo y elaboraba todo, incluso la recolecta de la
información. La base recibía pasivamente lo que le proponían como
programa del partido, como táctica del momento y la estrategia era
algo muy oscuro que algunos llegaron a pensar que consistía en la
adición de las diferentes tácticas. Cambiar este funcionamiento no
es una tarea fácil, pues hay que inventarlo todo, desde las
estructuras nuevas hasta el papel de cada miembro del partido. Y
sobre todo qué relación con la sociedad, con la clase trabajadora y
su papel respecto a ésta.
De la misma manera que el partido se
pone frente a la sociedad, sin dejar de estar dentro de ella, el
partido también se ubica afuera y dentro de la clase trabajadora, el
partido es parte de la clase, que sin erigirse en guía, debe de
tener la capacidad de sintetizar el pensar y el sentir de los
trabajadores. La actividad primordial del partido es llevar a cada
trabajador a tomar consciencia de su condición de explotado, de
entenderla sabiendo a ciencia cierta en que consiste. Esta
consciencia también consiste en entender que es miembro de una
clase, de la clase que puede y debe asumir la tarea de emancipar a
toda la sociedad. Pero como la vida misma nos pone individualmente,
uno a uno, frente a la clase dominante, el partido asume la tarea de
organizar las luchas comunes de la clase trabajadora. Pero siempre
sin perder el punto de mira: superar la sociedad de clases y
desarrollar la sociedad futura.