“No tenemos una cultura del debate” es una queja que se expresa con mucha frecuencia. En realidad es lo que pasamos haciendo, si entendemos que debatir es exponer opiniones distintas sobre un asunto. Es más o menos así como los lexicólogos definen este vocablo. Y en política por lo general no solamente nos oponemos opiniones distintas, sino que muy a menudo las posiciones expresadas resultan ser antagónicas. Lo que significa que es muy escueto o inexistente el terreno común para un acuerdo.
No obstante la queja se expresa al interior de un mismo bando, de un mismo partido, dentro de un grupo, lo que significa que existe un terreno común amplio de intereses y finalidades que pueden facilitar la llegada a un acuerdo, a la concordia.
Tenemos aquí un problema que encierra varios temas. Para debatir es necesario tener una opinión formada sobre el asunto a tratar, pero no siempre se tiene una idea clara, ni lo que se piensa ha sido completamente conformado personalmente, sino que se ha hecho bajo una tutela, bajo el influjo de una autoridad (moral, intelectual, etc.). Para formarse una opinión propia no basta con tener el deseo, la voluntad de tenerla, se necesita asimismo tener la capacidad de hacerlo, se trata de una costumbre de raciocinio, de la busca de datos, de saber analizarlos, sopesarlos. Y luego es necesario que exista un cuadro para poder expresar su opinión, sin temores de una subestimación y la seguridad de ser realmente escuchado con la misma atención que le resto de participantes.
El filósofo alemán Immanuel Kant en su obra “Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?” nos llama a pensar por nosotros mismos, pero inmediatamente agrega que esto no basta, que urge llevar nuestros pensamientos al público. Es cierto que Kant no piensa en ese momento en todas las personas, aunque su llamado sea universal, sino que Kant piensa en el letrado que se dirige a un público de letrados. Nosotros que ya estamos en otra época, que nos enfrentamos con aparatos ideológicos del Estado y de las clases dominantes sabemos que nuestro discurso tiene que llegar a un público ampliado, a todas las clases explotadas. No obstante como dije la queja de que no sabemos debatir aparece incluso al interior de grupos y partidos con un mismo ideal. Esto es consecuencia del modo de funcionar de los mismos grupos y partidos. El militante se ha acostumbrado a pensar bajo la tutela de los dirigentes, que en definitiva son los únicos que realmente piensan y sobre todo son los únicos que emiten su opinión.
Esto se agrava pues en nuestro país las manifestaciones de violencia impregnan toda la sociedad y políticamente los debates son concebidos como enfrentamientos. De ahí procede que un partido político tiene que presentarse sólidamente unido, incluso se consagró la expresión “nuestra unidad es monolítica” o “debe de ser monolítica”. Esta circunstancia no ha sido propicia ni para el pensamiento autónomo, ni para el debate. Y esta búsqueda de unidad intachable fue imponiendo tradiciones y costumbres, el militante recibía y adoptaba la "línea" del partido. Aquí simplemente el famoso “partido” no era el conjunto total de sus miembros, sino que la dirección. Y a veces el partido eran instancias intermedias que transmitían las instrucciones a veces hasta mal entendidas. El militante en vez de ser una persona consciente de sus propios intereses y de su propio pensamiento, era alienado completamente de su derecho. Si alguien divergía y lo expresaba se le consideraba como un miembro que estaba zapando la unidad y la “ideología” del partido. El debate se cortaba antes de haberse iniciado. Nadie argumentaba, nadie trataba de persuadir y usaba sobre todo apelativos denigrantes con su interlocutor recalcitrante, los famosos argumentos de autoridad y ad hominem proliferaban. Esta situación se sigue dando.
En su “Crítica del juicio” Kant indica tres principios o máximas de la inteligencia común, 1°, pensar por sí mismo; 2°, pensar en sí, colocándose en el puesto de otro; 3°, pensar de manera que se esté siempre de acuerdo consigo mismo. “La primera, nos dice Kant, es la máxima de un espíritu libre; la segunda, la de un espíritu extensivo; la tercera, la de un espíritu consecuente”.
Aquí ser libre en el pensamiento es adquirir autonomía, dejar de lado cualquier tutela. Esto no significa que uno debe entrar en una especie de autarcía rechazando el juicio de los otros, ya que el segundo principio nos incita a ponernos en el puesto del otro. Y esto implica escucharlo, tomar en cuenta lo que nos pueda decir, también sus intereses, sus problemas, su historia. Esto nos puede obligar a cambiar de opinión, de modo de pensar, pero esto no entra para nada en contradicción con el pensar libremente, pues la tercera máxima nos obliga a pensar siempre de acuerdo consigo mismo y si los argumentos y razones del otro nos convencen, pues lo convertimos en nuestro pensamiento. En este proceso nosotros estamos mostrando una actividad, nuestra conducta no es pasiva, al contrario nos mostramos activos.
Ya mencioné arriba el pedido de Kant de ir al público, de hacer público nuestro pensamiento, de compartirlo. En un partido político deben haber instancias abiertas para que todos los miembros puedan deliberar la política del partido, sus orientaciones. Lugares que sirvan para analizar las coyunturas, el estado general de la sociedad y como podemos influir en sus dinámicas. Es en este tipo de instancias donde se aprende también a pensar libremente, a formarse un juicio libre y responsable. Es en estos organismos partidarios donde fluyen las ideas. Los miembros del partido están obligados a convertir estas ideas en fuerza material. Pierre Vilar, un historiar francés, afirma “Sólo la objetivación de lo subjetivo por la estadística, por imperfecta que sea aún su interpretación, funda la posibilidad de una historia materialista, y que sea la de las masas, entendamos a la vez hechos masivos, infraestructurales, y de estas “masas” humanas que la teoría, para volverse fuerza, debe penetrar". Esta frase la enuncia el historiador francés discutiendo sobre los distintos tipos de historias, una de ellas contra la que está hablando es la de los “sucesos”. De esos hechos que al ocurrir uno piensa que van a cambiar el rumbo de la historia.
El 9F de 2020 fue un suceso, un “hecho histórico” y por supuesto que ha contado en nuestra historia, no obstante lo que debemos apreciar es como se inserta en la serie. Ha habido otros hechos de idéntica calaña, como el reciente 31 de enero, pero su significado real va a ser el que a la larga le dé la gente masivamente, cómo se va a pensar o en realidad lo que nos toca es convencer a cada uno de los salvadoreños que ese tipo de “hechos históricos” no cambien el curso de nuestra historia, sino que al contrario debemos de crear un hecho realmente masivo con fuerza material que limite la posibilidad de su repetición. Esto se logra persuadiendo, señalando los peligros y sobre todo lo que se puede hacer con otro tipo de gobierno.
Para poder ser persuasivos no se puede dejar como concluida la autocrítica al afirmar que reconocemos que nos equivocamos, que cometimos errores. Y es aquí donde se debe pensar libremente. Porque los errores no fueron fortuitos, ni tampoco fueron pocos, el rechazo al FMLN se convirtió justamente en una fuerza que provocó el descalabro electoral de este partido. Ahora toca no solamente analizar el pasado reciente, sino que construir proposiciones que tomen en cuenta a la gente, que es lo que la gente está dispuesta a emprender y hasta dónde. Elaborar proposiciones que no sean simples repeticiones de lo ya hecho y dándole al marco actual un carácter inamovible, sino que debemos incluir qué es lo que tiene que cambiar para que la participación de la gente sea efectiva, como efectiva la participación de los militantes en la elaboración de las políticas del partido.
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