Incipits I
Leve recuerdo, recuerdo en hilachas, no obstante persistente y que me ha acompañado toda la vida. Un atardecer en Santa Ana, en el atrio del Calvario, un grupo de muchachos, alumnos del Seminario, comentaban el primer capítulo de la última novela que acababa de leernos el profesor de castellano. No recuerdo ni siquiera aproximadamente la fecha, sé que mediaban los años cincuenta. Recuerdo que solíamos reunirnos en las gradas de la estatua del fray Felipe de Jesús Moraga. Hablábamos entre nosotros de todo, las más de las veces de asuntos profanos. Esa vez pronuncié palabras que sorprendieron a mis contertulios y que me sorprenden hasta ahora a mí mismo, no tanto por su contenido, sino por lo tajante de mi juicio de entonces y el exiguo material que lo sustentaba. ¿Quién sabe cuáles fueron los caminos que me llevaron a esa conclusión? Pero el hecho es que afirmé sin pispilear que esa novela no podía ser muy buena, pues la frase inicial era muy mala. Mis compañeros se sorprendieron por lo incisorio de mi abrupta frase. Se burlaron y se rieron. ¿Qué sabía de novelas buenas o malas, si yo no había escrito ninguna? ¡¿Una frase no lo determina todo?!
No me pregunten de qué novela se trataba, se me ha olvidado. Además nuestro profesor tuvo que cambiar de estrategia para interesarnos al estudio de la gramática castellana. En realidad se vio obligado a estudiarla para poder enseñárnosla... Así que nunca supimos si era buena o mala la novela... A mí me gustaban esas lecturas semanales. Muchos años después supe el nombre latino de la frase introductora de las novelas: íncipit.
Mucho me he entretenido leyendo, analizando los íncipits. Tal vez el más célebre sea el majestuoso inicio de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Tan célebre que ya nadie le presta atención y lo que más ha aguzado la perspicacia indagatoria, es el misterioso lugar de la Mancha, cuyo nombre no podemos conocer. No obstante ese íncipit —oído tantas veces antes de que abriera la novela de Miguel de Cervantes— tardó en revelarme su magia. Me ocurrió lo que le acontece a todo el mundo al cruzarse con alguien muy conocido, lo dejé pasar.
Fue con León Nikolaevich Tolstoi que comenzó realmente a afilarse mi atención: al leer la primera oración de Anna Karenina fue fulgurante la sensación de sentir que una mano tomaba la mía para entregarme un hilo que me guiaría en el laberíntico escudriño del alma humana. Al mismo tiempo me sentí atrapado. Nada, ni nadie pudo arrancarme de la novela. El íncipit marcó también el compás de mi lectura. No tuve que precipitarme con desembocada curiosidad buscando un desenlace que desahogara la tensión de los anhelos provocados. El ritmo de mi lectura fue lento, tal vez se entrelazaba con la prudente marcha que adoptó la pluma de Tolstoi. La apertura nos advierte en forma de adagio que vamos a ser testigos de un drama: "Las familias felices se parecen entre ellas, cada familia desdichada lo es a su manera". Esta verdad tan sencilla y tan sencillamente dicha me sobrecogió profundamente, pues la singularidad de la desdicha forzosamente nos hunde en la soledad y nos priva de la posible comunión con los otros. La desdicha nos aparta, nos condena.
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