El trayecto desde mi trabajo hasta la calle Petrovska me pareció corto. No recuerdo si durante el trayecto el policía me hablo o si le hablé. Tal vez guardamos silencio. Llegamos y el carro se paró enfrente de una puerta metálica, al lado me parece había un portón. Ahora que escribo y trato de que aparezcan en mi cabeza esos detalles no lo logro. Los años son muchos. Pero debo confesar que cuando bajé me concentré y con empeño me ordené guardar en la memoria todos los detalles. Recuerdo que detrás de la puerta había dos uniformados y con armas, que el policía en civil les presentó un papel del que arrancaron un pedazo. Recuerdo que salimos de inmediato a una suerte de patio, tal vez era un estacionamiento, atravesamos ese lugar, el policía, de seguro queriendo vengarse o recobrando su alma de torturador me dijo en voz muy queda y misteriosa:
—Estás entrando a un lugar del que no se regresa.
El estado de alerta en que me encontraba, el plan de conducta que me había trazado, me llevaron a responderle sin tardar lo que iba a ser en mí una respuesta recurrente:
—Sabe perfectamente que salgo dentro de tres días.
Vi como su cabeza se tornó casi de inmediato, sorprendido o irritado, no puedo decirlo, no vi su cara, el ambiente era oscuro. Atravesamos el patio y llegamos ante otra puerta, en la que también se encontraban dos militares armados. El policía también se identificó. Llegamos luego a un lugar muy indefinido, algo que no logro determinar, era como una recepción, una oficina o la mezcla de las dos cosas. El policía me ordenó que me detuviera. Al lado de un mostrador había dos hombres. Se les acercó y oí, a pesar de su susurro, lo que les dijo:
—Afuera saben que está aquí, llamó por teléfono....
Siguió hablando pero el resto ya no llegó a mis oídos claramente. Al rato uno de ellos se me acercó y me dijo que me sentara en un banco que estaba enfrente del mostrador. No sé cuando tiempo esperé antes de que volvieran. En ese lugar unos soldados o carceleros se paseaban, se miraban sin hablarse y de vez en cuando me echaban una ojeada. Los tres policías en civil habían desaparecido detrás de una puerta. Recuerdo vagamente que me persuadía que no debía de dar la impresión de sentir angustia alguna, ni que me impacientaba, deseaba que cualquiera que me mirara, supiera, se enterara que el tiempo era mío y que mi voluntad estaba intacta. Apartaba de mi mente el atisbo de que algo malo pudiese ocurrirme. No quería que pudieran verme ensombrecido.
Cuando volvieron, el que me capturó ya no volvió, uno de ellos me llamó al mostrador y allí llenaron un formulario. Lo hacían si dirigirme ninguna palabra, ni siquiera una mirada. Me dijeron que vaciara mis bolsillos. Me lo dijeron de repente. Tardé en hacerlo y pensé en las opciones que tenía, podía negarme, pero inmediatamente me pareció inútil, pero me dije que tal vez debería esperar que me repitieran la orden. Ellos no tardaron en repetirme la orden. Fue en ese momento que se me ocurrió algo, muy absurdo, pero que me daba una pauta que tampoco iba a abandonar durante mi estadía en la Petrovska. Tuve pues la arrogancia o la osadía de decirles que estaban faltando a la ley, pues me estaban privando de mi libertad sin que me presentaran ningún documento de orden de captura, firmado por algún juez, como es lo debido según la ley. Se sorprendieron y no supieron responder de inmediato. La sorpresa fue clara en sus miradas y en la expresión de sus caras. Pensé que me responderían que no necesitaban o que lo más probable se iban a poner a reír, pues mi invocación de la “legalidad socialista” —era la expresión consagrada— resultaba en ese lugar completamente disparatada. Uno de ellos al cabo de un momento, tal vez repuesto ya de la sorpresa, me dijo que la orden estaba en la oficina del director.
—Me gustaría verla, aunque sé que no tienen nada, que mi detención es ilegal.
—Mañana cuando vuelva el director se la mostraremos. Ahora lo mejor es que obedezca, pues no queremos usar la fuerza. Es mejor que obedezca.
—Pero ustedes reconocen que están violando la ley.
—No, no hemos reconocido nada. Le estamos pidiendo que obedezca, que nosotros hemos recibido la orden del director.
—Entonces quiero hablar con el director.
—No está, se ha ido.
La respuesta fue corta, además de irritada. Pero visiblemente estaban sorprendidos, mi conducta lindaba tal vez para ellos con alguna demencia muy particular. En todo caso, es lo que creo, se dieron cuenta que a pesar de estar en ese lugar, aislado e indefenso, me comportaba como si tuviera alguna carta importante de la baraja. Es posible que les volvió a la mente la llamada que hice desde la oficina del Redactor en jefe. Por lo demás, ese era mi objetivo, mantener esa escasa presión. Me estaba jugando con eso el todo por el todo. En realidad nada había hablado con el dominicano Jorge. El se sorprendió, no entendió nada, pensó al principio en una broma —esto lo supe después— luego se puso en contacto con mi mujer y le avisó que estaba preso. Precavidamente no se extendió en el mensaje y llamó de una cabina. Mi mujer no tardó en darle fuego a todos mis papeles que pudieran comprometerme, que pudieran servir para acusarme de algo, lo quemó todo, hasta mis pobres poemas de desterrado, tristes y pesimistas.
—Lo mejor es que obedezca, eso es lo mejor.
Realmente eso era lo mejor. Pero al mismo tiempo, en mi estrategia, absurda y desesperada, me había propuesto resistir a cada paso, no obedecer de inmediato, mostrar que tenía alguna fuerza moral, que les costaría menguar mi determinación. Saqué lo que tenía en los bolsillos. Uno de ellos hizo una lista. Me ordenó que firmara.
—Voy a firmar mañana cuando me vea con el director.
Ambos suspiraron. Sintieron tal vez el deseo de abofetearme. Finalmente uno de ellos dijo:
—Bueno, muy bien. De todos modos no hace falta su firma.
Con un gesto de la mano llamaron a dos carceleros. Ellos sin mayor miramiento, sin pronunciar nada, cada uno me tomó por un brazo y me condujeron a una estancia. Por supuesto que esta vez no intenté resistir. Además de inútil, sabía que tampoco debía correr ese riesgo de provocar algún mal trato. En ese lugar hacía frío, era ya un otoño de noches heladas.
No sé cuanto tiempo permanecí en ese lugar solo. Era una pieza vacía. El frío me hizo caminar de una lado hacia otro. Creo que el ambiente estaba húmedo. De repente se abrió la puerta y apareció un hombre, uno de los dos, y me ordenó:
—¡Desvistase!
Me sorprendió y obedecí de inmediato. Esa fue una derrota. Desnudo me sentí mayormente indefenso. En esas condiciones no valía la pena contrariar con preguntas al hombre. Trate en la medida de lo posible guardar compostura. El hombre salió con mi ropa. Tardaron de nuevo. Cuando entró un carcelero con la muda de prisionero, estaba a punto de temblar de frío. Me vestí. El carcelero me invitó a seguirle. En la puerta esperaba el otro. Me condujeron a un subsuelo. Recuerdo que vi en un reloj la hora, eran ya cerca de las ocho de la noche. Era un segundo subsuelo. Me entregaron una frazada y una almohada. Subimos de nuevo, por unas escaleras bastante angostas (es el recuerdo que tengo), conté tres pisos. Entramos a una especie de vestíbulo. Abrieron una puerta pesada y gruesa. Daba a un corredor con unas ocho celdas. Creo que me metieron en la cuarta. Cerraron la puerta. Descubrí una celda, larga, con dos camas sobrepuestas, una ventanita con barrotes a tres metros de alto. En un rincón había un balde con tapadera. Puse la frazada y la almohada en la cama de abajo. Me senté un instante. Traté de recapacitar, de sopesar cabalmente mi situación. Me supe perdido. No tenía con que defenderme, sabía la ferocidad de la maquinaria, su capacidad de destruir a las personas. Conocía la literatura que se publicó en el período de Jruchov, había estudiado a Solzhenitzin, Un día en la vida de Ivan Denisovich, había conversado largamente con un muchacho del barrio que había sido “reeducado” en un campo. No es necesario que enumere los detalles de lo que sabía entonces. Decidí jugármela. Seguir fingiendo que tenía un as de espadas en reserva.
De repente se abrió una ventanita giratoria en la puerta y vi aparecer un tarro de lata. Me acerqué y descubrí un puré negruzco y una tira de anchoa aceitosa. Sentí asco. No toqué nada. Al rato vino alguien a retirar y constató que todo estaba intacto.
—No ha comido.
—Estoy de huelga de hambre.
—¡¿Cómo?! ¿De huelga de hambre?
—Si, informe a su jefe que estoy de huelga de hambre.
El carcelero se quedó callado unos instantes. Luego volvió a meter el tarro y me dijo:
—Aquí está prohibido hacer huelga de hambre.
—Yo estoy de huelga de hambre.
El carcelero volvió a girar la puertecita y tomó el tarro de lata. Y agregó en todo indiferente:
—Como quiera. Ya hablaremos mañana.
Oí su pasos alejarse. Me puse a silbar una canción de la República Española, El Ejército del Ebro. Lo de la huelga de hambre no lo había pensado, se me ocurrió así de repente. Ponerme a silbar fue tal vez por instinto, pero ¿por qué esa canción? Empecé a sentir que el tiempo caminaba muy lento, lento por mi venas. En ese instante me puse a recapitular mi vida, pensé mucho en mi casa, en mi familia, en mi padre, mi madre, mi hermana menor, en mis hermanos, en mi otra hermana. Les hablaba, trataba de explicarles lo inexplicable. Pensé en mis amigos, en mi Santa Ana, en la gente que me enseñó a amar mi país, en el Partido que había forjado en mí ese sentimiento tan fuerte de pertenecer a una nación. Recordé el antiguo entusiasmo de cuando salí del país y me dirigía a la “Patria del Socialismo”. Ahora estaba en una cárcel “socialista” y aún ignoraba el “delito” que me inculpaban. En ese momento, supe que muchos tratarían a toda costa de encontrar en mí alguna culpa, algo que justificara mi detención. Sin embargo, al mismo tiempo, tal vez por mi afán de preservarme, de conservar mi estado de ánimo, me confesé mi profunda convicción que un mundo mejor es posible, que la humanidad entera está alcanzando un desarrollo jamás visto y que el interés común, el interés general se impondrá sobre el egoísmo, la rapacidad triunfante. Mi cabeza iba de una idea a otra. Hasta que percibí el llanto de un niño que entraba en mi celda por la ventanita. Ese llanto duró casi toda la noche. Me recosté y sin darme cuenta me quedé dormido.
Estremecedor
ResponderEliminarsi que la vio de cerca,don carlos abrego.
ResponderEliminarY un hombre que ha visto a la muerte de cerca,y a platicado con ella, tiene razon de decir eso de
COSAS TAN PASAJERAS.
YO CREO QUE LAS PERSONAS QUE PIENSAN DOGMATICAMENTE Y QUE SE IMAGINAN QUE LOS SISTEMAS SOCIALISTAS SON DISTINTOS,DONDE REINA LA JUSTICIA,LA EQUIDAD,EL RESPETO A LA LEY..y que millones de hadas madrinas con su ropita verde y sus alitas doraditas,visitan todos los dias a los niños y les llevan regalitos..
TIENEN QUE LEER MUY BIEN ESTOS RELATOS QUE,USTED COMO LEGADO PARA LAS FUTURAS GENERACIONES NOS CUENTA PERO SIN CUENTO.
-ES TODA PURA VERDAD-.
asi que pase buenas tardes o noches, no se como esta en francia la hora
le vandeliux
conocido como el vandelium de el salvador.