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03 noviembre 2011

En noviembre de 1811

Les transcribo aquí un trozo de mi novela "Relación breve y verdadera...". Recuerden que es ficción, pero debo al mismo tiempo referir que hay en el transfondo un hecho real. He mezclado los nombres de mis personajes con los nombres reales de personajes históricos de esas jornadas.


(...)


En esos días corrió el rumor de que las tropas del coronel Aycinena acamparían en Santa Ana, por consiguiente el Cabildo ordenó que se prepararan apartamentos para el Regidor Decano Doctor José María Peinado y para el Regidor Doctor y Coronel don José de Aycinena. El nombramiento del Doctor y Coronel Aycinena en el cargo de Corregidor Intendente de Armas de la provincia de San Salvador era interpretada por la mayoría como una categórica desaprobación del intendente y gobernador Gutiérrez y Olloa, cuya actuación con los curas Aguilar sobrepasaba su propia juridicción y sus atribuciones, se trataba de un insultante atropello para todos los criollos. El no haberle abierto puertas al presbítero don José Matías Delgado se había juzgado en la Universidad Real de Guatemala como una afrenta a toda la intelectualidad de la Capitanía, su desaprobación fue unánime entre los distintos bandos universitarios. El nombramiento del coronel Aycinena también significaba para los más advertidos que la Capitanía General deseaba evitar un desenlace sangriento, dándole prioridad a la negociación y a las propuestas pacíficas.


Magadalena Rosa también se habia encaminado hacia el barrio España, sin rumbo preciso, iba al tanteo, buscando que un encuentro casual pudiera dirigirla al sitio de convergencia de todos los que como ellas se negaban a dejarle a los criollos el derecho de expresarse en nombre de todos. Le parecía que todas las demandas que se formulaban concernían sólo la vida de afuera, la que se desarrollaba en las audiencias y cabildos, en los salones repletos de muebles, utensilios, trastos, armarios, repisas y cubiertos de papeles y cortinas, pero a nadie se le ocurría hablar de lo que todo eso habia costado, de lo que seguiría costando si no se le ponía el nombre exacto al confuso sentimiento de ser todos uno. Ese uno a quien se le negaba leer, escribir incluso cartas de amor, ese uno que con todo derecho quería mandar sus productos añileros por todos los rumbos y a todos los puertos, pero ese uno también sufría de otros males de los que nunca se hablaba.


Magdalena Rosa conocía los dos mundos, pero no pertenecía a ninguno. Los criollos la llamaban india sin que lo fuera, los indios la sabían ladina, mulata igualada, que quería ser blanca. Los mestizos pobres podían envidiarla, los otros que tenían algún oficio tal vez la comprendían y compartían con ella sus propias ganas de hablar por todos, por los indios y por los criollos. Magdalena Rosa no tardaría en comprender que al punto de convergencia confluían con el mismo paso titubeante la confusión, el enredo, el alboroto de silencios seculares, de sentires ocultos, de aspiraciones sofocantes.


Doña Josefa iba también al tanteo, con su corazón revuelto, con su cabeza en un laberinto de argucias con las que trataba de justificar el rumbo de sus pasos. Lo único claro era su idea fija y obsesiva de los últimos meses, explicarse con qué derecho se había arrojado el poder de privar a una madre del goce de su propio hijo. Sabía que era un derecho de casta, un derecho que aunque se lo repitieran, nada tenía de cristiano, ¿por qué una india no podía educar cristianamente a su hijo? Porque ese había sido el pretexto, esa la justificación. Ahora un sentimiento oscuro que no era realmente un arrepentimiento la movía a ligar en su corazón y en su cabeza la tranquila certitud de que se podía seguir siendo cristiano sin Rey y sin España.


La gente que había sido prevenida del lugar y de la hora de la reunión era tanta que de secreta se volvió un motín. Al principio las calles del barrio España se fueron llenando de mujeres, algunos hombres se asomaban a las puertas y parecían acumular en los ojos miedo y cobardía. Pocos daban el paso para acompañar a sus mujeres, éstas al verse augmentar se erguían y poco a poco fueron ocupando el empedrado. La muchedumbre desembocó en una plaza llena de almendros. Doña Josefa vió a Eusebio al lado de Tiburcio Morán. Trató de acercarse, pero la mano de Magdalena Rosa la detuvo. Al reconocerla doña Josefa cayó en sus brazos, las dos se abrazaron y mezclaron risa y llanto. La niña Isabelita estaba en un grupo de mujeres que discutían los términos de una proclama. Alguien creyó reconoder a Inés Anselma Ascencio, a Juana de Dios Arriaga y a Fabia Dominga Juárez de Reina. No se supo de dónde salieron los caballetes y los tablones para la improvisada tarima a la que iban subiendo mujeres y hombres que tomaban la palabra para anunciar lo que estaba pasando, como que en Usulután los vecinos del barrio La Pulga y los del barrio Cerro Colorado habían depuesto al Juez Real y al Teniente Ignacio Domínguez y que habían nombrado un nuevo alcalde. En Metapán también la insurrección tomaba auge y que también los metapanecos exigían la anulación del fondo de reserva. Ese impuesto que agravaba a todos los hombres desde los doce años hasta los cincuenta con un pago de cuatro reales anuales. La alcalaba, cuya anulación se exigía cualquiera que fuera el nuevo gobierno, era del medio real que se pagaba por cada peso del valor de la venta de una res, volviendo la carne lujo exclusivo de los chapetones. Se reclamó que el tabaco de los estancos fuera vendido a tres reales la libra. La gente comenzó, luego de la lectura de todas las demandas, una marcha hacia el Cabildo para exigir un gobierno municipal sin chapetones y que apoyara a San Salvador.


La marcha no logró salir del barrio España. Los soldados de las Milicias Reales fueron rápidamente despachados para que pusieran coto al disturbio. Soldados de a caballo, armados de bayonetas caladas, acometieron contra las mujeres en nutrido galope. La muchedumbre fue recorrida por un aterrado clamor. Muchas mujeres se quedaron espantadas y ateridas. Resonaron disparos que pusieron en desbandada a los menos aguerridos. Los soldados llegaron preparados y dispuestos a guerrear contra los amotinados que creyeron debidamente armados. Algunas mujeres se avanzaron a la cabeza del cortejo y formaron una ringlera tomadas de las brazos. Los soldados obligaron a sus caballos a levantar las patas delanteras frenándolos con violencia, al enfrentarse a la altanera y determinada postura de las mujeres. Algunos hombres también se adelantaron, pero al verlos los soldados de infantería descargaron sus fusiles produciendo una salva ensordecedora. El estruendo provocó la fuga de la mayor parte. La caballería recibió la orden de atacar de nuevo. Se oyó el alarmado relinche de los caballos que nuevamente se alzaron en sus patas traseras negándose a embestir la barrera de mujeres. Los soldados de la infantería recibieron la orden de calar también sus bayonetas. Ellos embistieron sin rodeos, ni miramientos. Ese asalto puso en fuga al resto de manifestantes, que nunca creyó que su marcha pacífica pudiera provocar tanto ardor, ni tanto odio.


El jefe de la plaza había recibido órdenes tajantes y precisas de capturar a los cabecillas. Alguien había levantado la lista. Nunca se supo quien fue. Algunos meses después se dijo que alguien afirmó haber reconocido la silueta del hermano Pedro. Pero el tiempo era demasiado corto para que hubiese retornado de las Filipinas, salvo si ese viaje no fuese un estratagema. Al primero que prendieron fue a Juan de Dios Trigueros y a su mujer Juana de Dios Arriaga, los dos estaban en la primera fila. Lucas Monzón fue apresado cuando se opuso con fuerza a la captura de su mujer, Inés Anselma Ascencio. Aprehendieron a Bruno Lorenzo Rosales, momentos más tarde a Dominga Fabia que fue atropellada para que delatara a su marido, considerado como la cabecilla principal de la insurrección santaneca.


El alcalde Señor don Mariano Méndez y los ediles don José Tellez, don José Ciraico Méndez, don Domingo Quiroa, don Pedro Miguel Rodríguez, don Francisco Antonio Méndez y don Francisco Díaz creyeron necesario remitir, firmando personalmente la orden, los prisioneros engrillados a las cárceles de Guatemala. Informaron también que no se pudo capturar a los cabecillas Tiburcio Morán y Eustaquio Linares. Días después (el veintitrés de noviembre) fue capturado Francisco Román Reina (alias Fabio), quien al saber maltratada a su mujer, no intentó escapar huyendo de Santa Ana. Creyó inútilmente que su captura sería la libertad de su mujer. Con él se encontraba su sobrino Ramón Salazar que fue asimismo hecho preso y remitido engrillado el veintiocho del mismo mes a las cárceles de Guatemala”.


El veintidós de noviembre entraron en Santa Ana las tropas del Coronel e Intendente don José de Aycinena. El nuevo Intendente ordenó que se pusiera en libertad a todos los presos santanecos que no estuvieran en la lista de cabecillas.

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