Para todo ser humano, el futuro se confunde con el mismo hecho de vivir. Nuestra existencia pende siempre de lo que está por venir, de lo que puede suceder, de lo posible. Nuestro sueños, nuestras esperanzas se alimentan de futuro, de lo que puede ser. Pero también nuestros temores crecen asimismo en la espera del mañana. También lo que detestamos se presenta igualmente bajo el rostro del futuro, de lo posible, de lo que va a pasar.
Cada instante lo vivimos presintiendo el instante que viene, estamos hechos de esa manera, funcionamos así. No obstante siempre ignoramos como será ese instante, de qué estará hecho. Sabemos que habrán cambios, pero el futuro es siempre distinto de lo que lo hemos imaginado, de lo que lo hemos pensado.
Vivimos imaginando el futuro a sabiendas de que es imposible conocerlo. Esa es la trama de nuestra existencia. Es cierto también que existen en nuestra vida múltiples eventos que se repiten y que nos entregan cierta tranquilidad, cierta seguridad, como una especie de un marco de certitudes. Pero incluso este marco puede descomponerse, dejar de funcionar.
¿Quiere decir esto que todo sea absolutamente imprevisible? Es precisamente nuestro deseo rotundo de conocer el futuro el que nos empuja a escudriñar el pasado, a dedicarnos a la ciencia, hasta tal punto que muchos dicen que saber es predecir.
En realidad no todo es tan imprevisible. El juego del azar y la necesidad no tiene lugar entre cualquier tipo de posibles. Es por eso que vivimos siempre entre sueños, esperanzas y temores, repugnancias. Incluso las mutaciones biológicas se realizan dentro de marcos que no pueden dar resultados que no obedezcan a la interacción de los factores internos y externos, del ambiente y de las fuerzas motrices en acción. Lo que estamos viviendo, nuestro presente era futuro ayer. Nuestro hoy fue engendrado ayer. Ahora, con nuestra acción estamos engendrando nuestro futuro. No será del todo como lo imaginamos, como lo esperamos, pero hagamos todo lo posible porque sea mejor que el hoy.
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