Para este aniversario del asesinato de Monseñor Romero, me voy a permitir un recuerdo personal. Se trata de mi único encuentro con él.
Aquel año el arzobispo de San Salvador había sido convocado al Vaticano por el papa Juan Pablo II. De regreso al país, coincidieron su deseo de venir a vernos con nuestro ferviente deseo de encontrarlo. Hablo de los salvadoreños que residíamos entonces en París y de muchos franceses solidarios con las luchas que llevaba el pueblo contra la dictadura. En esa ocasión se organizó una conferencia de prensa. Fue la primera vez que la totalidad de la prensa francesa acudía a una convocatoria sobre El Salvador.
El padre dominicano Maurice Barth se encargó de organizar todos los encuentros particulares y privados de monseñor Romero. En la noche, todos habíamos sido convocados al monasterio dominicano de la calle Glacière. En ese lugar fue donde un grupo reducido de salvadoreños y algunos franceses creamos el Comité de Solidaridad con el Pueblo de El Salvador, el primer presidente fue el padre Maurice Barth.
En una gran sala se organizó un bufé. Hubo un pequeño discurso de bienvenida al prelado y monseñor respondió con unas cortas palabras. Luego fue rodeado por muchas personas que deseaban escuchar su opinión sobre los diferentes aspectos de la vida política de El Salvador. Monseñor hizo lo que pudo para satisfacer a todos. Durante todo ese tiempo, por timidez, permanecí alejado de los corrillos que lo rodearon. Hablé con monseñor Jesús Delgado, entonces creo que el era vicario. Cuando lo dejé era todavía alumno de filosofía del Seminario Salvador de la Montaña. Aproveché para interrogarlo sobre nuestros amigos comunes. El había sido profesor nuestro en el Seminario de Santa Ana y un vigilante muy regañón. Luego de mi charla con Chus, que nunca he dejado de llamarlo de esa manera, tampoco entonces a pesar de su función eclesiástica. Hay costumbres que no se pierden. Luego pues de mi charla con él, me fui a sentar en un sillón algo apartado.
Al cabo de algún tiempo, fuimos quedando en la sala solamente el reducido grupo de salvadoreños. Fue entonces que veo venir a sentarse a mi lado a monseñor Romero. Me preguntó si hablaba castellano, le respondí que sí. Me dijo que había notado que yo había permanecido siempre a distancia de él. Le confesé que había sido por timidez y que podía esperar a que llegara mi turno. El me sonrió. Luego me dijo:
—¡Páseme ese guineyo, por favor!
Me lo dijo sin esbozar el más mínimo gesto. Estiré mi mano, tomé el guineyo y se lo di.
—¡Ah! Usté es salvadoreño, me dijo, sólo los salvadoreños entendemos esa palabra.
—Sí, soy santaneco.
Y luego monseñor comenzó un interrogatorio en regla, mi nombre y apellido, cuándo había salido del país, hacia dónde, qué hacía en París, si había vuelto, etc. Me preguntó mi opinión sobre la situación en el país. Se me adelantó, era pues la pregunta que me quemaba los labios. Tuve que esbozarle pues mi opinión. Cuando terminé me dijo que compartía conmigo el análisis. Esto me privó definitivamente de preguntarle su opinión.
Monseñor me preguntó sobre mi familia en El Salvador. Le conté que había perdido todo contacto, que desde hacía muchos años, los buscaba y no los había vuelto a encontrar. Le hablé de mis inútiles pedidos a los camaradas para que dieran con su rastro. Monseñor los excusó por sus múltiples ocupaciones y por el peligro que esa búsqueda podía acarrearle a mi familia. No sé si vio en mi sonrisa alguna ironía. En todo caso sacó una libretita y apuntó el nombre de mi madre, la última dirección que conocía y me dijo que se iba a encargar personalmente. En esa libreta anotó también mi dirección de París. Apoyó su mano en mi pierna y me dijo:
—Desde que pueda volver, vuelva.
Me sonrió, me dio la mano y se levantó.
Pasaron muy cortas semanas y nos llegó la mala noticia de su asesinato. Lloré la muerte de un hombre que me trató como amigo. No sentí odio contra sus asesinos. Sentí muy hondo un terrible dolor por mi patria.
El mismo dolor lo sintio CENTROAMERICA entera mi querido don Carlitos.
ResponderEliminarSaludos!