La medida fue ensalzada. Y era cierto que tenía todas las apariencias que la consagrarían como un paradigma de la ley social y cultural. Además traía el prestigio de un régimen que estaba en "état de grâce". Entonces el ministro de la Cultura de Francia, Jack Lang, gozaba del apoyo del mundo intelectual y artístico. Era de la familia. Y vean de que se trata. Entonces mucha gente se mostró preocupada por el estado de la edición, comenzaban a crecer las garras de lo que años después terminaría siendo los grandes consorcios de la edición y muchos denunciaban ya la unificación de la producción intelectual y de la aparición dominante del arte-diversión. Algunos intelectuales agoraban ya la uniformización del pensamiento y la total desaparición del espíritu crítico: el pensamiento único gateaba e incluso daba sus primeros pininos. Mucha gente temió seriamente por la desaparición de la librería del barrio, pues la anarquía de los precios y los descuentos que podían ofrecer algunas casas, iba agotando la clientela del librero. Algunos escritores vinieron en auxilio del librero, este acompañante abnegado y conocedor, que lleva adelante la buena literatura, la literatura refinada y de vanguardia. Entonces en alguna oficina alguien tuvo la idea clave, la fulgurante idea que iba a calmar y a poner de acuerdo a todos: los libros no son una mercancía como las otras, entonces se podía, en contradicción al dogma liberal, fijar un precio único en todo el territorio y para que no hubiera posibilidad de trampa y chanchullo de los supermercados y de otros grandes distribuidores, el mismo precio debía figuran en la contraportada de todos los libros. La idea se lanzó al mercado de ideas a que se rozase con las otras y que saliera aguerrida y con los visos del remedio universal a los problemas en suso dichos.
La memoria también funciona como un laberinto, con sus vericuetos, atajos y hasta con sus remansos de olvido. ¿Quién podrá ahora retrasar la historia de esta medida, las discusiones que desató, los bandos que se formaron? Claro, hubo dos, los pro y los contra, pero como siempre en cada bando los matices rebosaban desde el extremista hasta el sempiterno moderado que se ofusca cuando muchos años después el extremista le recuerda que... Pero la memoria es así, tiene remansos de olvido y para llegar a un punto los vericuetos abundan. La medida no resolvió gran cosa, las pequeñas librerías de barrio y las que no eran de la barriada han seguido desapareciendo, el pensamiento único es ahora profesado por el ex-ministro de Cultura, Jack Lang. Y los grandes consorcios se han tragado casi todas las casa editoras. ¡Ah! No hay que negarlo, ellos consienten preservar los antiguos y célebres nombres, las insignias y los sellos. La literatura es ahora vista como simple diversión y los que tratan de ser vanguardistas terminan vendiendo un arte kitch.
Ahora nos toca añorar aquellas librerías en donde se podía uno codear con algún escritor, con cierto poeta que venía a hojear los libros de sus colegas. Cuántos idilios nacieron detrás de una estantería, en el solitario rincón, pues había tiempo para conversar con la lectora o el lector. Pero sobre todo se añora el consejo advertido del librero o ese mágico gesto cuando te entregaba el libro que realmente te iba a gustar, que iba poner bálsamo en tu angustiado corazón o que te guiaría en el enmarañado mundo de las inhumanas pasiones. El precio único sigue existiendo, ha resistido a los embates de los neo-liberales y sigue sin resolver nada. Como muchas otras medidas de la época. Pero algunos se conmueven ahora por la originalidad manifestada por el oscuro burócrata que se inventó esa medida. Tal vez fue el mismo que lanzó por el mundo el famoso "Día de la Música" que fue también patrocinado por el mismo Jack Lang.
¿Pero acaso la medida era tan original y era tan nueva? Hoy oportunamente tomé el tomo de Mateo Alemán, quise volver a encaramarme a la "atalaya de la vida humana". Y esta vez me atreví a saltarme el prólogo de don Francisco Rico. Y caí directamente en los obligados preámbulos: Aprobación, Tasa, Erratas y El Rey. Con frecuencia también he omitido su lectura, el mea culpa se impone. Esta prosa no siempre es indigesta y en la mayoría de los casos siempre trae alguna enseñanza, un detalle de la historia y sabrosos giros de antes, más añejos que el texto que preceden. Pues resulta que leída la Aprobación me voy topando con un exquisito detalle, en el siguiente preliminar Tasa se menudea el precio que costará el libro al ser vendido por el autor o los libreros. Este precio no era fijado por el autor, ni por el editor y aún menos por los libreros, sino que el Consejo Real. Este precio único figuraba en las primeras páginas obligatoriamente, por orden real.
Al leer este detalle me acordé de la medida social y cultural del ministro Lang y recordé de repente que algunos la presentaron como revolucionaria. Claro que los tiempos cambian, en los de Felipe III el precio único y que figuraba obligatoriamente en los preliminares que precedían las obras era tal vez una medida de rigor, de estricta ordenanza, sin ninguna pretensión social. "Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana" costaba 192 maravedies. Mateo Alemán le pidió al Consejo Real la autorización de venderlo durante veinte años, le concedieron apenas seis. Los derechos del autor todavía andaban en pañales.
La memoria también funciona como un laberinto, con sus vericuetos, atajos y hasta con sus remansos de olvido. ¿Quién podrá ahora retrasar la historia de esta medida, las discusiones que desató, los bandos que se formaron? Claro, hubo dos, los pro y los contra, pero como siempre en cada bando los matices rebosaban desde el extremista hasta el sempiterno moderado que se ofusca cuando muchos años después el extremista le recuerda que... Pero la memoria es así, tiene remansos de olvido y para llegar a un punto los vericuetos abundan. La medida no resolvió gran cosa, las pequeñas librerías de barrio y las que no eran de la barriada han seguido desapareciendo, el pensamiento único es ahora profesado por el ex-ministro de Cultura, Jack Lang. Y los grandes consorcios se han tragado casi todas las casa editoras. ¡Ah! No hay que negarlo, ellos consienten preservar los antiguos y célebres nombres, las insignias y los sellos. La literatura es ahora vista como simple diversión y los que tratan de ser vanguardistas terminan vendiendo un arte kitch.
Ahora nos toca añorar aquellas librerías en donde se podía uno codear con algún escritor, con cierto poeta que venía a hojear los libros de sus colegas. Cuántos idilios nacieron detrás de una estantería, en el solitario rincón, pues había tiempo para conversar con la lectora o el lector. Pero sobre todo se añora el consejo advertido del librero o ese mágico gesto cuando te entregaba el libro que realmente te iba a gustar, que iba poner bálsamo en tu angustiado corazón o que te guiaría en el enmarañado mundo de las inhumanas pasiones. El precio único sigue existiendo, ha resistido a los embates de los neo-liberales y sigue sin resolver nada. Como muchas otras medidas de la época. Pero algunos se conmueven ahora por la originalidad manifestada por el oscuro burócrata que se inventó esa medida. Tal vez fue el mismo que lanzó por el mundo el famoso "Día de la Música" que fue también patrocinado por el mismo Jack Lang.
¿Pero acaso la medida era tan original y era tan nueva? Hoy oportunamente tomé el tomo de Mateo Alemán, quise volver a encaramarme a la "atalaya de la vida humana". Y esta vez me atreví a saltarme el prólogo de don Francisco Rico. Y caí directamente en los obligados preámbulos: Aprobación, Tasa, Erratas y El Rey. Con frecuencia también he omitido su lectura, el mea culpa se impone. Esta prosa no siempre es indigesta y en la mayoría de los casos siempre trae alguna enseñanza, un detalle de la historia y sabrosos giros de antes, más añejos que el texto que preceden. Pues resulta que leída la Aprobación me voy topando con un exquisito detalle, en el siguiente preliminar Tasa se menudea el precio que costará el libro al ser vendido por el autor o los libreros. Este precio no era fijado por el autor, ni por el editor y aún menos por los libreros, sino que el Consejo Real. Este precio único figuraba en las primeras páginas obligatoriamente, por orden real.
Al leer este detalle me acordé de la medida social y cultural del ministro Lang y recordé de repente que algunos la presentaron como revolucionaria. Claro que los tiempos cambian, en los de Felipe III el precio único y que figuraba obligatoriamente en los preliminares que precedían las obras era tal vez una medida de rigor, de estricta ordenanza, sin ninguna pretensión social. "Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana" costaba 192 maravedies. Mateo Alemán le pidió al Consejo Real la autorización de venderlo durante veinte años, le concedieron apenas seis. Los derechos del autor todavía andaban en pañales.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Todo comentario es admitido. Condiciones: sin insultos, ni difamaciones.