Esta tarde estuve en una exposición de fotos en homenaje a Julio Cortázar. La exposición estará abierta hasta mediados de marzo. Se ve en las fotos al escritor argentino desde chico (tiernito) hasta la edad madura, con su compañera, en compañía de otros escritores, se le ve trabajando, paseando por París, de viaje en las carreteras francesas. Hay también algunas cartas (escritas a máquina) enviadas por Cortázar a amigos y al editor de Rayuela. En una de estas se ve de la mano de Cortazar el dibujo de una rayuela, la misma que salió en la portada de la famosa novela.
Mientras veía las fotos los recuerdos acudían a mi cabeza. El primero que acudió fue el de una tarde, en la que como de costumbre un grupo de amigos —entre ellos recuerdo a “Corto de pellejo”, a “Tuftuf”, a “Cacique”, a Osvaldo— íbamos a beber un cafecito al salir del restaurante universitario de la calle Mabillon. Era el café “Atrium”, sobre el bulevar Saint-Germain, ahora ya no existe. Al sentarnos en la terraza uno de nosotros reconoció a Cortázar. Estaba almorzando con una muchacha, tal vez una periodista, tal vez una estudiante que escribía alguna tesis sobre alguna de sus obras, tal vez simplemente una amiga. Nosotros echábamos de vez en cuando una mirada en su dirección. Comentamos que de seguro era desagradable saberse observado, que lo mejor era no mirar más en su dirección. Pero entraban otros latinoamericanos y como un fuerte imán las miradas lo señalaban.
En un momento dado bajé al subsuelo en donde quedaban los retretes. Recostado en la barandilla un mozo del Atrium observaba a Cortazar. Cuando pasé a su lado, me detuvo y me preguntó que quién era ese señor que todo el mundo observaba.
—Es Julio Cortázar...
—¡...!
—Es un escritor argentino.
—Pero come como todo el mundo...
Por supuesto. No sé por qué esa evidencia me sonó entonces como una verdad simple, no obstante encerrando otra. Nadie se escapa de ciertas necesidades, de ciertas tareas que nos permiten existir entre los otros. Saber esto no me alza, ni disminuye a nadie.
El otro recuerdo me lleva a otra época. Entonces la guerra en El Salvador se había vuelto noticia en Francia. Pequeñas y esporádicas notas en los periódicos. De vez en cuando, algunas imágenes de San Salvador en las pantallas de televisión. En París había ya una representación del FMLN y del FDR. Roberto Armijo supo que Julio Cortázar iba a estar presente en un debate sobre la situación en América Latina. El grupo de salvadoreños que cooperábamos casi a diario con la representación estábamos preparando una declaración de intelectuales en apoyo a la lucha del pueblo salvadoreño, por el reconocimiento del Frente como fuerza beligerante. Roberto tenía un compromiso en la universidad en donde trabajaba y ningún otro salvadoreño aparecía ese día por la representación, así que se vio obligado a pedirme que fuera a la Maison de la Chimie (Casa de la Química) y le pidiera en nombre del Frente al escritor argentino su firma al pie de la declaración.
Asistí esa tarde al debate, lo seguí con poca atención, pues a pesar de que ya sabía que Cortázar comía, bebía y hacía otro montón de cosas como todo el mundo, mi timidez me ponía una montaña entre él y yo. Durante los debates pensaba en las palabras que tenía que decirle, cómo iba a llamar su atención y si me iba a creer de que en realidad, en ese momento, le hablaba en nombre del Frente, a Armijo se le olvidó darme algo que me acreditara. Era evidente que nadie le iba a pedir su firma en nombre del Frente por puro gusto y le bastaba con un solo telefonazo averiguar lo verídico de mis afirmaciones. Aunque ahora no sabría decir si Cortázar contaba realmente con esa posibilidad. Al terminar el debate había con coctel. La gente se arremolinaba en torno del bufet, me precipité yo también y tomé un vaso de “güisquil” y me lo bebí de un jalón. Cumplido el rito, me sentí envalentonado. Pero la dificultad ahora residía en cómo acercarme a Cortázar. Lo rodeaba mucha gente. Gente con aire importante, hablando de cosas importantes con el famoso escritor que los escuchaba con atención intencionada. El tiempo pasaba y se veía por los pequeños pasos de Cortázar hacia el vestuario que pronto se iría. Ejecutaba sus pasos discretamente, acostumbrado a esa manera de abrirse el camino hacia la puerta. La misión no era tan complicada y me estaba viendo fracasar. De repente no sé qué milagro me empujó y me vi plantado enfrente del escritor. Ignoro como de un solo tajo y con una seguridad insólita le dije:
—Me permite decirle algunas palabras, en nombre del FMLN.
Cortázar me tendió la mano y luego me tomó del brazo y me arrastró hacia el bufet. Repetí con otro vaso de la bebida escocesa. El tomó vino y comió bocadillos. Luego se volvió y me preguntó:
—¿De qué se trata?
Le explique lo de la declaración, le resumí el contenido y le aseguré que le haríamos llegar el texto definitivo, pero que necesitábamos saber si él estaba dispuesto a firmar un texto con ese contenido.
—¡Por supuesto! Ustedes los salvadoreños pueden contar siempre con mi apoyo. Si mi nombre puede ayudarles, yo estoy dispuesto a firmar cuantas declaraciones sean necesarias.
—Muchas gracias.
Le tendí mi mano y me fui. Al llegar a la representación encontré a Roberto y le dije que Cortázar había dado su acuerdo. Le repetí sus palabras. Roberto exclamó:
—¡Que lindo es! ¿No es cierto?
—Sí pues. Y qué grandote.
El otro recuerdo es el de una llovizna interminable, fina, gris, agotadora, muy parisina. El día de su entierro llovió. Me hubiera gustado que una corona, un ramillete de flores fuera en nombre del FMLN, para agradecerle su indefectible apoyo. Pues Cortázar no sólo firmó peticiones, sino que dio conferencias, argumentó en favor de nuestra causa. Estuve en el cementerio de Montparnasse, en su entierro.
Nota: La exposición es en la Maison de l'Amérique latine, en el bulevar Saint Germain, metros Solferino o Rue du Bac.
Mientras veía las fotos los recuerdos acudían a mi cabeza. El primero que acudió fue el de una tarde, en la que como de costumbre un grupo de amigos —entre ellos recuerdo a “Corto de pellejo”, a “Tuftuf”, a “Cacique”, a Osvaldo— íbamos a beber un cafecito al salir del restaurante universitario de la calle Mabillon. Era el café “Atrium”, sobre el bulevar Saint-Germain, ahora ya no existe. Al sentarnos en la terraza uno de nosotros reconoció a Cortázar. Estaba almorzando con una muchacha, tal vez una periodista, tal vez una estudiante que escribía alguna tesis sobre alguna de sus obras, tal vez simplemente una amiga. Nosotros echábamos de vez en cuando una mirada en su dirección. Comentamos que de seguro era desagradable saberse observado, que lo mejor era no mirar más en su dirección. Pero entraban otros latinoamericanos y como un fuerte imán las miradas lo señalaban.
En un momento dado bajé al subsuelo en donde quedaban los retretes. Recostado en la barandilla un mozo del Atrium observaba a Cortazar. Cuando pasé a su lado, me detuvo y me preguntó que quién era ese señor que todo el mundo observaba.
—Es Julio Cortázar...
—¡...!
—Es un escritor argentino.
—Pero come como todo el mundo...
Por supuesto. No sé por qué esa evidencia me sonó entonces como una verdad simple, no obstante encerrando otra. Nadie se escapa de ciertas necesidades, de ciertas tareas que nos permiten existir entre los otros. Saber esto no me alza, ni disminuye a nadie.
El otro recuerdo me lleva a otra época. Entonces la guerra en El Salvador se había vuelto noticia en Francia. Pequeñas y esporádicas notas en los periódicos. De vez en cuando, algunas imágenes de San Salvador en las pantallas de televisión. En París había ya una representación del FMLN y del FDR. Roberto Armijo supo que Julio Cortázar iba a estar presente en un debate sobre la situación en América Latina. El grupo de salvadoreños que cooperábamos casi a diario con la representación estábamos preparando una declaración de intelectuales en apoyo a la lucha del pueblo salvadoreño, por el reconocimiento del Frente como fuerza beligerante. Roberto tenía un compromiso en la universidad en donde trabajaba y ningún otro salvadoreño aparecía ese día por la representación, así que se vio obligado a pedirme que fuera a la Maison de la Chimie (Casa de la Química) y le pidiera en nombre del Frente al escritor argentino su firma al pie de la declaración.
Asistí esa tarde al debate, lo seguí con poca atención, pues a pesar de que ya sabía que Cortázar comía, bebía y hacía otro montón de cosas como todo el mundo, mi timidez me ponía una montaña entre él y yo. Durante los debates pensaba en las palabras que tenía que decirle, cómo iba a llamar su atención y si me iba a creer de que en realidad, en ese momento, le hablaba en nombre del Frente, a Armijo se le olvidó darme algo que me acreditara. Era evidente que nadie le iba a pedir su firma en nombre del Frente por puro gusto y le bastaba con un solo telefonazo averiguar lo verídico de mis afirmaciones. Aunque ahora no sabría decir si Cortázar contaba realmente con esa posibilidad. Al terminar el debate había con coctel. La gente se arremolinaba en torno del bufet, me precipité yo también y tomé un vaso de “güisquil” y me lo bebí de un jalón. Cumplido el rito, me sentí envalentonado. Pero la dificultad ahora residía en cómo acercarme a Cortázar. Lo rodeaba mucha gente. Gente con aire importante, hablando de cosas importantes con el famoso escritor que los escuchaba con atención intencionada. El tiempo pasaba y se veía por los pequeños pasos de Cortázar hacia el vestuario que pronto se iría. Ejecutaba sus pasos discretamente, acostumbrado a esa manera de abrirse el camino hacia la puerta. La misión no era tan complicada y me estaba viendo fracasar. De repente no sé qué milagro me empujó y me vi plantado enfrente del escritor. Ignoro como de un solo tajo y con una seguridad insólita le dije:
—Me permite decirle algunas palabras, en nombre del FMLN.
Cortázar me tendió la mano y luego me tomó del brazo y me arrastró hacia el bufet. Repetí con otro vaso de la bebida escocesa. El tomó vino y comió bocadillos. Luego se volvió y me preguntó:
—¿De qué se trata?
Le explique lo de la declaración, le resumí el contenido y le aseguré que le haríamos llegar el texto definitivo, pero que necesitábamos saber si él estaba dispuesto a firmar un texto con ese contenido.
—¡Por supuesto! Ustedes los salvadoreños pueden contar siempre con mi apoyo. Si mi nombre puede ayudarles, yo estoy dispuesto a firmar cuantas declaraciones sean necesarias.
—Muchas gracias.
Le tendí mi mano y me fui. Al llegar a la representación encontré a Roberto y le dije que Cortázar había dado su acuerdo. Le repetí sus palabras. Roberto exclamó:
—¡Que lindo es! ¿No es cierto?
—Sí pues. Y qué grandote.
El otro recuerdo es el de una llovizna interminable, fina, gris, agotadora, muy parisina. El día de su entierro llovió. Me hubiera gustado que una corona, un ramillete de flores fuera en nombre del FMLN, para agradecerle su indefectible apoyo. Pues Cortázar no sólo firmó peticiones, sino que dio conferencias, argumentó en favor de nuestra causa. Estuve en el cementerio de Montparnasse, en su entierro.
Nota: La exposición es en la Maison de l'Amérique latine, en el bulevar Saint Germain, metros Solferino o Rue du Bac.
Buenas memorias. Sobretodo saber que un Latinoamericano apoyo la causa nuestra sin titubeos.
ResponderEliminarTe puedo asegurar que fueron muchos hombres, de toda condición y de todo origen, que apoyaron al pueblo salvadoreño durante los años de la guerra. Entre ellos figura Julio Cortázar y muchos otros intelectuales latinoamericanos.
ResponderEliminarwow!
ResponderEliminarSigo diciendo: que tiempos aquellos!!!
Vengo aqui y conozco poco a poco detalles perdidos de nuestra historia, mi historia.
gracias.
Dandelion, me gustaría poder contribuir con mayores detalles al conocimiento de nuestra historia. Seguiré contando. Aunque son apenas testimonios, la historia tienen que escribirla los historiadores.
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