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10 octubre 2009

Homenaje a Alejandro Funes (I)

Lenguaje y ritos de la justicia


Carlos Abrego


Cuando acudimos a un tribunal, ponemos en marcha un conjunto de valores que pertenecen a campos muy distintos, casi opuestos. Pues a pesar de que nuestro dolor es personal, nos entregamos a una instancia en donde lo que cuenta, son las normas que se han establecido para todos, en toda circunstancia. Esto instaura siempre un desequilibrio intenso, vivo, vehemente: pues para nosotros nuestra querella es única, se trata siempre de nuestra más entrañable intimidad. No obstante se nos exige renunciar a todo sentimiento de venganza y escuchar pacientemente las justificaciones del crimen.


Este año, a finales del mes de mayo, tuvo lugar en el Palacio de Justicia de París el juicio en donde se analizó las circunstancias de la muerte de Alejandro Funes. Durante los tres días de la audiencia, la sala estuvo llena de familiares y amigos. Muchachas y muchachos, amigos de Jandro, que habían compartido con él estudios, entusiasmos, proyectos, alegrías y fiestas. Estos jóvenes vinieron al Tribunal solidarios, pero al mismo tiempo, como todos los que nos topamos con Jandro, inconsolables, pues cualquiera que fuese el veredicto, no hay retorno posible al lunes primero de octubre de 2007.


Es cierto que de alguna manera la justicia funcionó, pero como siempre las cosas no son del todo como lo que aparentan. En este caso la investigación tuvo lugar y tuvo celeridad, pues se trataba de un caso particular y en el que la familia de la víctima borró la primera impresión de marginalidad social del asesinado. Existen muchos casos en que la fuga del criminal lo pone a salvo. Los expedientes se cierran sin resultados. Mohamed Amor se enteró de que era buscado por la policía y que había orden de captura internacional contra él y prefirió entregarse voluntariamente. Así lo aconsejaron.


Esta vez tuvo buen consejo. Pero antes, a pesar de que varias veces mostró su propensión hacia la violencia, pues durante el juicio se oyó el testimonio de su propio hermano que fue también herido por el Mohamed Amor, las instituciones de la sociedad no cumplieron con su deber. Hay otras víctimas, un amigo y un colega de trabajo, heridos ambos con armas punzantes. La justicia entonces no se hizo cargo de nada, no asumió su responsabilidad, lo dejó solo con su culpa. Ni siquiera propuso una consulta con un psicólogo. ¿Quién sabe si se tomó en cuenta, como sucede en tales casos, el medio social para justificar la ausencia de condena? En todo caso la impunidad lo arrastró tal vez a la prepotencia cínica que le permitió agredir a otra persona perforándole su cráneo y abandonar a su víctima mortalmente herida.


Durante el proceso quedó claro la contingencia de los hechos. En la famosa pasarela, la misma que evoca Cortázar en el primer capítulo de su “Rayuela”, un grupo de muchachos departía alegre y entonaba canciones. Entre ellos se encontraba Alejandro Funes. Solía venir a este lugar a encontrarse con amigos, con insólitos personajes que acuden allí de todas partes. Los pasantes se cuentan por miles, al anochecer se forman grupos de amigos, como en el que se encontraba Jandro. Muhamed Amor no encontró esa noche al grupo al cual solía unirse, se acercó al grupo de “latinos” y sin explicación, inició provocaciones insistentes que llevaron a una riña con un músico chileno. Se alejó luego del grupo. Buscó en su mochila el objeto con el que mataría a Jandro. Volvió para cometer su fechoría, que según sus decires no fue premeditada, alegó que ha olvidado el gesto fatal, una oscura amnesia le ha borrado el instante preciso. Fue su principal hilo de defensa.


Allí se toparon dos mundos, que llevan vidas paralelas, que pueden cruzarse o mantenerse para siempre separados. Jandro era un muchacho afable, inquieto, curioso. Su homicida era un muchacho del que se evocó todos sus sufrimientos causados por la violencia en la familia y del medio. Su abogada al mentar estos hechos insistió que no era para justicarlo. Es aquí en donde lo personal, lo individual choca con lo institucional. Porque bastó una fracción de segundo para cercenar de un tajo los sueños, las aspiraciones y proyectos de un joven artista. Pero Jandro también era hijo, hermano y amigo. En esto nos encontramos cara a cara con la crudeza del dolor, con lo irreparable, con lo que nos arranca llanto y nos destroza el alma. Se nos escapan las razones y el entendimiento rechaza argumentos. ¿Cómo enfrentar, o simplemente, cómo aceptar que los tribunales no tomen en cuenta este desgarramiento? La justicia tiene su lenguaje, tiene sus ritos y su mediación se impone, su fallo aunque puede ser refutado, protestado, llega el momento en que es definitivo y se convierte en justicia.


No obstante y a pesar de que podamos poner reparos a la justicia impartida por el tribunal francés, esta tuvo lugar. Como salvadoreños, que sufrimos a diario la violencia criminal, de alguna manera muy parecida a la sufrida por Jandro Funes, podemos constatar que en nuestro país la justicia tarda, que es lenta o pura y llanamente inexistente. La impunidad alimenta el cinismo y la crueldad del delincuente. Alejandro Funes era un muchacho salvadoreño, salió del país, buscó formarse, encontró medios para expresarse. ¿Cuántos son los muchachos salvadoreños que pudieron encontrar como él su camino o que lo habían encontrado ya, pero que una mano criminal les cortó las alas y pisoteó sus esperanzas?

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