Hace unos días, cuando comentaba la conferencia de Siniavski, les hice la vaga promesa de contar algunas anécdotas moscovitas con mis camaradas salvadoreños. Les entrego una, la primera. Teníamos unos diez días en Moscú. Eramos ocho salvadoreños, formábamos el primer contingente enviado por el Partido a formarnos en la Unión Soviética. Llegamos algunos días antes del inicio de los cursos. Era un otoño particular, lo que los rusos llaman babie leto, en Francia le llamaban antes, l’été de la Saint-Martin, ahora dicen l’été indien. Se trata de un período de calorcito en pleno otoño. Nosotros nos movíamos en grupo, muy borregamente. Aquel día fuimos a almorzar todos al restaurante universitario de Donskaya. Nos pusimos en la fila, delante de nosotros había un grupo de obreros que habían estado reparando las losas del jardincito de la Universidad, que quedaba justamente frente al restaurante. Los obreros se habían quitado las camisas y estaban en camisetas. De repente uno de ellos levantó su brazo, tal vez para secarse el sudor de la frente, quizá para arreglarse la rubia mecha de sus cabellos desordenados. En fin, el zopilotazo que se desprendió de su sobaco fue brutal.
—¡Qué apesta este hijueputa! exclamé con enfática espontaneidad.
Santaneco soy, pues. No se me quita, no se me ha quitado. Y seguí campante en la cola vigiando los movimientos del tipo. Ya en el restaurante la cola se dividía en dos, había dos amplias salas con mostradores de autoservicio. Resulta que los obreros se fueron por un lado y nosotros por el otro. Ahí me topé con un uruguayo que ya nos había servido de guía y traductor en el aeropuerto. Y me puse a comprobar con él mis pequeños avances en mi aprendizaje del ruso (tal vez les cuente alguna vez como fue que aprendí mis primeras palabras rusas). Al buscar con mi azafate lleno de viandas, a mis compatriotas para sentarme a almorzar con ellos, vi que se habían ostensiblemente alejado de mí. Me fui con el uruguayo. Era de origen ruso.
Al salir del restaurante, mis camaradas me esperaban para convocarme a una reunión esa misma tarde. Me sorprendí pues el día anterior habíamos tenido ya una en la que no encontramos tema que abordar. Hablamos de nuestra obligación de ser irreprochables en nuestra misión de representar a nuestro país y a nuestro partido. Cada uno dijo su babosada y nos quedamos muy contentos. La próxima reunión debíamos tenerla dentro de una semana, tal cual habíamos quedado desde El Salvador.
Cuando entré al cuarto ya estaban todos ahí y vi las miradas de chucho sediento que me echaron encima. Nuestro jefe provisorio (aún no teníamos secretario de célula) abrió la reunión y de entrada anunció el único punto que se tocaría: “la autocrítica del camarada Carlos”. Me quedé pasmado. Todos guardaban silencio esperando que iniciara mi autocrítica. Pasaron algunos instantes y como no dejaban de mirarme les pregunté de qué se trataba la vaina.
—¡Pues, dendioy no insultaste a la clase obrera soviética!
— (....)
—Sí pues, en la cola.
—¿En la cola?
—Sí, en la cola del comedor.
—¡Ah! Ya caigo. No lo insulté.
—Sí y tenés que hacerte la autocrítica.
—No jodan, muchá. Si el fulano apestaba.
—¿Así que no te hacés la autocrítica?
—Pero que quieren que me critique, si el que apestaba era él. No, mano, ustedes la están cantiando, la autocrítica es un asunto serio, no un jueguito.
Me levanté y me fui a dar una vuelta, hasta el Parque Gorki. Este acto de rebeldía les quedó grabado en su memoria y se lo guardaron hasta la llegada del que muchos años después había de ser el comandante Marcial.
—¡Qué apesta este hijueputa! exclamé con enfática espontaneidad.
Santaneco soy, pues. No se me quita, no se me ha quitado. Y seguí campante en la cola vigiando los movimientos del tipo. Ya en el restaurante la cola se dividía en dos, había dos amplias salas con mostradores de autoservicio. Resulta que los obreros se fueron por un lado y nosotros por el otro. Ahí me topé con un uruguayo que ya nos había servido de guía y traductor en el aeropuerto. Y me puse a comprobar con él mis pequeños avances en mi aprendizaje del ruso (tal vez les cuente alguna vez como fue que aprendí mis primeras palabras rusas). Al buscar con mi azafate lleno de viandas, a mis compatriotas para sentarme a almorzar con ellos, vi que se habían ostensiblemente alejado de mí. Me fui con el uruguayo. Era de origen ruso.
Al salir del restaurante, mis camaradas me esperaban para convocarme a una reunión esa misma tarde. Me sorprendí pues el día anterior habíamos tenido ya una en la que no encontramos tema que abordar. Hablamos de nuestra obligación de ser irreprochables en nuestra misión de representar a nuestro país y a nuestro partido. Cada uno dijo su babosada y nos quedamos muy contentos. La próxima reunión debíamos tenerla dentro de una semana, tal cual habíamos quedado desde El Salvador.
Cuando entré al cuarto ya estaban todos ahí y vi las miradas de chucho sediento que me echaron encima. Nuestro jefe provisorio (aún no teníamos secretario de célula) abrió la reunión y de entrada anunció el único punto que se tocaría: “la autocrítica del camarada Carlos”. Me quedé pasmado. Todos guardaban silencio esperando que iniciara mi autocrítica. Pasaron algunos instantes y como no dejaban de mirarme les pregunté de qué se trataba la vaina.
—¡Pues, dendioy no insultaste a la clase obrera soviética!
— (....)
—Sí pues, en la cola.
—¿En la cola?
—Sí, en la cola del comedor.
—¡Ah! Ya caigo. No lo insulté.
—Sí y tenés que hacerte la autocrítica.
—No jodan, muchá. Si el fulano apestaba.
—¿Así que no te hacés la autocrítica?
—Pero que quieren que me critique, si el que apestaba era él. No, mano, ustedes la están cantiando, la autocrítica es un asunto serio, no un jueguito.
Me levanté y me fui a dar una vuelta, hasta el Parque Gorki. Este acto de rebeldía les quedó grabado en su memoria y se lo guardaron hasta la llegada del que muchos años después había de ser el comandante Marcial.
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