Allá por los años cincuenta, en los diarios y las radios, se acostumbraba a nombrar “hombre de la calle” a lo que hoy se le llama “opinión pública”. Y se le adjudicaba a este “hombre de la calle” toda clase de opiniones, gustos, sentimientos, etc. Por aquellos años también solía pararse en la esquina del pasaje Nicaragua, en la colonia El Palmar de Santa Ana, un señor de bigotitos negros y sombrero blanco. No era vecino del barrio, por lo menos, pienso, no era el padre de ninguno de los vagos que nos pasábamos las tardes jugando al fut en el redondel o en el baldío que quedaba enfrente del pasaje Costa Rica. Poco a poco este misterioso señor pasó a ser en mi imaginación el famoso “hombre de la calle”.
Y cuando en los noticieros oía que el “hombre de la calle” pensaba qué sé yo qué sobre no sé qué problema en Corea, entonces este señor de la esquina fue cobrando mucha importancia en mi juicio. Me parecía que este hombre tenía una opinión firme y muy bien definida sobre todo lo que acontecía en el mundo.
Pero para eso está ahí el papá de uno. Y un día le pregunté a mi venerable padre que cómo diablos hacían los periodistas para enterarse de lo que pensaba ese señor de la esquina del pasaje. Imagínense la tamaña perplejidad de mi padre. Le cuento que el “hombre de la calle” del que hablaban en la radio venía todos los días a pararse en la esquina.
Mi padre me sacó de la confusión, pero me sumió a su vez en una tremenda duda metafísica, ya que el” hombre de la calle” no era pues un ente de carne y hueso, no solía venir al barrio, no se paseaba por el parque Menéndez, no iba a las cocinas del Mercado Central. Era pues un ente totalmente imaginario, ficticio y de ficción. Nunca más creí en él y el señor de la esquina del pasaje Nicaragua perdió todo mi respeto. Pero este “hombre de la calle” me ha acompañado toda la vida. Ha constituido una parte considerable de mi reflexión.
Eso me condujo muy temprano a desconfiar de ciertas afirmaciones en las que de repente surge un ente fantasmagórico. No me estoy refiriendo a los seres de las creencias religiosas, que eso concierne a la fe y a la intimidad de cada uno. Aludo a esos raciocinios en los que se dice algo así como: “La existencia del lenguaje en la edad clásica es a la vez soberana y discreta. Soberana puesto que las palabras han recibido la tarea y el poder de “representar al pensamiento”. Pero representar no quiere decir aquí traducir, dar una versión visible, fabricar un doble material que pueda, en la vertiente exterior del cuerpo, reproducir el pensamiento en su exactitud”. Muchos se han acostumbrado a leer este tipo de proposiciones y las encuentran muy profundas.
Hay en estas enjundiosas palabras la profundidad del vacío. Hagámonos algunas preguntas, ¿el lenguaje existe independientemente de los hombres? ¿Quién les dio a las palabras semejante responsabilidad de representar al pensamiento? ¿El pensamiento existe también sin un ser pensante? Por supuesto que algunos me dirán que me he puesto muy prosaico y que me niego a admitir el uso metafórico de las palabras. No obstante con mucha tranquilidad puedo afirmar que no se trata de ninguna figura, que este modo de pensar y de expresarse se considera filosofar y son muchos los que practican este tipo de filosofía. Porque espero que nadie me niegue el derecho de exigir respuestas a mis preguntas y que si en el curso del libro no me dan las respuestas, hay estafa.
En las palabras que acabo de citar no cabe duda que el pensador francés Michel Foucault nos afirma que el pensamiento y el lenguaje existen paralelamente y de manera separada. Por mi parte admito que puede existir un modo de pensar que se realice sin la intervención de alguna lengua. Existen psicólogos que sostienen la existencia de un pensamiento en imágenes y que el pensamiento matemático se sostiene a través de signos no lingüísticos. Esto se puede admitir. No obstante todos admiten que no existe ningún otro medio que nos permita conocer el pensamiento de los hombres que el lenguaje, más exactamente una lengua histórica dada.
Hay otra confusión clara, que algunos pueden creer que se trata de una metonimia —la parte por el todo—, en el funcionamiento del lenguaje las palabras, lo que comúnmente llamamos palabras, no adquieren un significado concreto afuera de las oraciones. El contenido de las palabras, su función se manifiesta en el habla. Las definiciones del diccionario son meras aproximaciones. Cuando la definición es lograda, apenas se trata de la parte más general de todos los significados concretos, se trata de un significado cristalizado, se trata de un común denominador.
El “hombre de la calle” tiene la misma existencia fantasmal que el lenguaje reducido a palabras, que recibe de no se sabe quién la misteriosa tarea y el insólito poder de representar. ¿Cómo podemos saber si las palabras aceptaron semejantes extravagancias? Quien tenga una idea que me avise.
(1) Michel Faucault, "Les mots et les choses", Gallimard, Paris 1966, p. 92.
ninguna palabra de mi lenguaje historico actual podra nunca manifestar con exactitud el vacio intelectual en que me encuentro - me siento el hombre de la calle o en frances como diria Foucault
ResponderEliminar"je suis à la rue"
E.T.
ResponderEliminarEncore un effort, camarade!!
En todo caso, gracias. O como diría, Jaïm: Merci, kamen!
P.S.: Subite al andén!!
Bonito lo del hombre de la calle. Me conmovió.
ResponderEliminarY el Fucó es un gurú.
Alosanfán,
Rafael.