Carlos Abrego
Las sombras de la noche bosquejaban los árboles del parque. La luna parecía definitivamente ausente. De vez en cuando la brisa se acercaba al murmullo de las ramas y refrescaba el apretado paso de los últimos transeúntes. Un hombre sentado en uno de los bancos cercanos al quiosco tenía la apariencia de un bulto abandonado por simple descuido. Tal vez esperó inútilmente durante muchas horas, pero él sabía perfectamente que ya nadie, ni nada lo aguardaba. Aquel día lo vieron merodear sucesivamente por el Modelo y en las cercanías de la Mariano Méndez, luego alguien, cerca del hospital San Juan de Dios, le advirtió, en una bocacalle, que la alcantarilla no tenía tapa. Sonrió y casi se disculpó por su inadvertencia.
Su vestimenta no dejaba entrever ninguna venida a menos, sólo un deslustre tal vez podía sugerirlo. Su andar tampoco era el de alguien que luce desgano por la vida o que denuncia su maltrato. La expresión de su rostro era dura, pero no agresiva. No obstante algo había en él que movía a una leve compasión, a mostrarse prevenido con él. Desde hacía algunos días había vuelto. Se hospedó en un cuarto de pensión, por San Lorenzo. Muy pocos lo reconocieron o creyeron reconocerlo. No buscó el trato con nadie, entraba en los almacenes, tiendas, cafés saludando como se acostumbra y se despedía de igual modo.
Su regreso parecía tener un objetivo muy preciso, por lo menos fue lo que se pensó al principio cuando apareció por primera vez en el patio de la Alcaldía. Algo se dijo de su pasado y del día de su fuga. Aunque para muchos esa era una palabra manchada por el tiempo, ahora los que se acordaron de lo sucedido prefirieron esquivar las miradas y las posibles preguntas. Luego la gente se acostumbró a verlo recorrer las calles con el mismo paso y sin ningún propósito determinado, por lo menos en apariencia. Alguien sugirió que el tiempo le había borrado de la memoria las calles y sus nombres y que sus caminatas eran un esfuerzo por revivir lo que ya no volvería.
Se supo que recibió una visita en la pensión, ya de noche. Ningún detalle que pudiera darle carnes al rumor vino a alimentar la curiosidad de todos. Fue entonces que se sugirió que sus paseos sí tenían finalidad, mostrarse y hacerse ver. Los interesados iban a enterarse y a darse por entendidos. Eso explicaba la nocturna visita.
Ahora era extraño verlo ahí sentado en el banco del parque. Cuando llegó comenzaba a vaciarse de todos los vagos que permanecen ahí durante el día y de los vendedores de sorbetes y helados que tratan de juntar sus miserables cabos. Ninguno le prestó atención. La gente se ha acostumbrado a las vestimentas foráneas, su camisa cuadriculada era de colores menos floridos que los que suelen usarse en el trópico, el corte del pantalón algo tenía, tal vez los pliegues o los bolsillos, que los distinguía de los que se confeccionan aquí. Sólo eso podía delatarlo como alguien que acababa de regresar, su paso fue decidido, su manera de sentarse podía insinuar que acostumbraba a venir todos los días. Antes, ya hace años, los jueves había conciertos en el Menéndez y muchos venían temprano a sentarse alrededor del quiosco. Luego vino la guerra y acabó con los conciertos. La noche entró oscura y de repente. El último terremoto derribó el campanario del Calvario y las horas pasan ahora en silencio por el parque.
En algunos hogares ya se comentaba que el recién venido estaba en el Menéndez y que ahora se sabría a ciencia cierta cuáles eran los reales motivos de su regreso, de sus largas caminatas por las calles de la ciudad. Su silenciosa actitud había incomodado a muchos, algunos esperaron que iba a estrecharles la mano con efusión, tratar de recordar aquellos tiempos, los de antes, cuando aún uno no se había acostumbrado a encerrarse desde temprano, sobretodo ahora sin ningún motivo alegable. Pero ahora los que podían recordar con él alguna cosa ya eran pocos y casi todos temían que el hombre quisiera arreglar cuentas, arrancar inútilmente las costras y remover heridas. El pasado es el pasado.
Al día siguiente, alguien se acercó y trató de despertarlo. No lo consiguió, llamó auxilio. El forense fue parco, paro cardiaco. Los funerales los organizó una compañía cuyos empleados guardaron silencio sobre los deudos que encargaron la ceremonia o tal vez lo ignoraban. En todo caso, después las cosas volvieron a su sitio. La gente lo fue olvidando y ya nadie volvió a esperar ningún desenlace.
Su vestimenta no dejaba entrever ninguna venida a menos, sólo un deslustre tal vez podía sugerirlo. Su andar tampoco era el de alguien que luce desgano por la vida o que denuncia su maltrato. La expresión de su rostro era dura, pero no agresiva. No obstante algo había en él que movía a una leve compasión, a mostrarse prevenido con él. Desde hacía algunos días había vuelto. Se hospedó en un cuarto de pensión, por San Lorenzo. Muy pocos lo reconocieron o creyeron reconocerlo. No buscó el trato con nadie, entraba en los almacenes, tiendas, cafés saludando como se acostumbra y se despedía de igual modo.
Su regreso parecía tener un objetivo muy preciso, por lo menos fue lo que se pensó al principio cuando apareció por primera vez en el patio de la Alcaldía. Algo se dijo de su pasado y del día de su fuga. Aunque para muchos esa era una palabra manchada por el tiempo, ahora los que se acordaron de lo sucedido prefirieron esquivar las miradas y las posibles preguntas. Luego la gente se acostumbró a verlo recorrer las calles con el mismo paso y sin ningún propósito determinado, por lo menos en apariencia. Alguien sugirió que el tiempo le había borrado de la memoria las calles y sus nombres y que sus caminatas eran un esfuerzo por revivir lo que ya no volvería.
Se supo que recibió una visita en la pensión, ya de noche. Ningún detalle que pudiera darle carnes al rumor vino a alimentar la curiosidad de todos. Fue entonces que se sugirió que sus paseos sí tenían finalidad, mostrarse y hacerse ver. Los interesados iban a enterarse y a darse por entendidos. Eso explicaba la nocturna visita.
Ahora era extraño verlo ahí sentado en el banco del parque. Cuando llegó comenzaba a vaciarse de todos los vagos que permanecen ahí durante el día y de los vendedores de sorbetes y helados que tratan de juntar sus miserables cabos. Ninguno le prestó atención. La gente se ha acostumbrado a las vestimentas foráneas, su camisa cuadriculada era de colores menos floridos que los que suelen usarse en el trópico, el corte del pantalón algo tenía, tal vez los pliegues o los bolsillos, que los distinguía de los que se confeccionan aquí. Sólo eso podía delatarlo como alguien que acababa de regresar, su paso fue decidido, su manera de sentarse podía insinuar que acostumbraba a venir todos los días. Antes, ya hace años, los jueves había conciertos en el Menéndez y muchos venían temprano a sentarse alrededor del quiosco. Luego vino la guerra y acabó con los conciertos. La noche entró oscura y de repente. El último terremoto derribó el campanario del Calvario y las horas pasan ahora en silencio por el parque.
En algunos hogares ya se comentaba que el recién venido estaba en el Menéndez y que ahora se sabría a ciencia cierta cuáles eran los reales motivos de su regreso, de sus largas caminatas por las calles de la ciudad. Su silenciosa actitud había incomodado a muchos, algunos esperaron que iba a estrecharles la mano con efusión, tratar de recordar aquellos tiempos, los de antes, cuando aún uno no se había acostumbrado a encerrarse desde temprano, sobretodo ahora sin ningún motivo alegable. Pero ahora los que podían recordar con él alguna cosa ya eran pocos y casi todos temían que el hombre quisiera arreglar cuentas, arrancar inútilmente las costras y remover heridas. El pasado es el pasado.
Al día siguiente, alguien se acercó y trató de despertarlo. No lo consiguió, llamó auxilio. El forense fue parco, paro cardiaco. Los funerales los organizó una compañía cuyos empleados guardaron silencio sobre los deudos que encargaron la ceremonia o tal vez lo ignoraban. En todo caso, después las cosas volvieron a su sitio. La gente lo fue olvidando y ya nadie volvió a esperar ningún desenlace.
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