En estos días soplan vientos del norte, fríos, polares. La gente anda muy abrigada y de prisa, buscando escapar de las ráfagas y algunos se resguardan pegándose a las paredes. Pero no hay escapatoria. Estoy en la barra de un café. He vuelto casi instintivamente a viejas costumbres : un « café-calvá » y el trocito de azúcar en la boca. Desde siempre el frío me ha llenado de lágrimas los ojos. Mis lentes se empañaron cuando entré al café. Mis manos empezaban ya a endurecerse, me las froto casi con encono. De repente me sonrío al recordar mi primer invierno moscovita. El más frío desde hacía décadas, más frío que aquel tan lejano de 1943 de la gran batalla de Estalingrado. Recuerdo los múltiples pares de guantes en mis manos y la absurda acumulación de calcetines en mis pies. El frío de hoy no tiene nada que ver con aquel. El mercurio apenas si se ha acercado a los cuatro grados sobre cero. Allá fueron largos meses en que la temperatura no subía de los quince bajo cero y se quedaba oscilando alrededor de los menos veinte y algunos días bajó más allá de los treinta. Me hice a ese frío, mi cuerpo se fue adaptando poco a poco. Luego sin mayor molestia solía salir a caminar por las calles en temperaturas de quince bajo cero. Ahora un viento que aún no logra congelar los charcos en los andenes me ha obligado a refugiarme en un café. Es cierto que han pasado muchos años y mi cuerpo poco a poco se ha ido de nuevo acostumbrando a temperaturas más moderadas.
A veces he sentido nostalgia por el crujido de la nieve bajo mis pies, de la escarcha en los árboles y casi siempre vuelvo a mis antiguas citas en la plaza Pushkin. Mi encuentro con ella fue en el metro. Era el último, volvía de la Universidad, de los entonces nuevos locales de la Lumumba. Era en pleno verano. Iba solo en el vagón. En una de las estaciones entró una muchacha y se sentó enfrente de mí, puso una máquina de escribir portátil en el piso, ya bastante vieja. Mi mirada vio sus pies en sandalias y fue subiendo lentamente, muy lentamente hasta que mis ojos se encontraron con los suyos.
— ¿Y?
— ¿...?
— ¿Y cuál es tu veredicto?
— Me has dejado mudo.
— Me esperaba un mejor piropo.
— Mis ojos fueron elocuentes.
— Es cierto.
Guardamos silencio un buen trecho. Luego ya acercándome a mi destino, le pregunté:
— ¿Dónde bajas?
— En la Karl Marx.
— Yo en la que sigue.
— Vas a poder ayudarme entonces.
— ¿Ayudarte?
— Sí. Con la máquina, es pesada.
— Por supuesto.
La máquina era realmente pesada. Al salir del metro nos internamos en una calle bastante angosta, doblamos varias veces y rápidamente nos encontramos frente al portón de su casa. En el recorrido me contó que estudiaba periodismo, que tenía que redactar un deber de varías páginas, para eso era la máquina que le había prestado su ex. No le gustaba mucho el tema y que ya le habían rechazado sus trabajos anteriores. Andaba un poco desesperada por eso. Me propuse ayudarla. No sé por qué. En realidad sí, en mis estudios me había tocado redactar en ruso y no me había salido tan mal. Además ya tenía dos o tres años de estudiar la prensa soviética. No me estoy equivocando al decir estudiar. No leía la prensa, la estudiaba. Compraba todos los diarios y muchas revistas. Esto fue un motivo de sospecha de parte de la KGB. Me interrogaron varias veces por las razones de mis exageradas compras... Me aseguraban que para informarme con un solo diario bastaba, para qué compraba todos. Mis respuestas le sonaban como meras provocaciones. Pues les decía que era mentira, cada diario traía su propia línea editorial, que manejaban su propio estilo, etc. Y las revistas pues me educaban para ser buen comunista. Mi estudio se concentraba en los principales campos semánticos y en los procedimientos argumentativos de la prensa soviética. Llené muchas, pero muchas fichas. Creo que el motivo de proponerle ayuda a Elena es el más subsidiario... Se imaginan que los reales son tan elocuentes, que enumerarlos no se impone. Subimos los dos pisos y luego de poner en el suelo el pesado artefacto, me dijo que me invitaba a beber té, pero solamente a eso.
— Nunca pude imaginarme otra cosa.
Sonrió pues creo que oyó lo que el “otro yo del Doctor Merengue” estaba diciendo... Luego, algunos meses después me explicaría el porqué de toda su conducta esa noche. Primero, entró en mi vagón y al verme se decidió a sentarse justamente enfrente de mí, para ver mi reacción, que le gustó mi descaro al recorrer su cuerpo con mirada tan minuciosa. Y se le antojó llevarme a su casa, sí a su casa y no a su cama. Luego me dijo que le parecí demasiado joven y que al proponerme el té, casi de inmediato se arrepintió, pues le pareció que no me dejaba tiempo para tomar la iniciativa. Convenimos vernos pronto. Nos intercambiamos los números de teléfono.
Al día siguiente rondé alrededor del teléfono, pero no tuve coraje para descolgar y llamarle. Por la tarde sonó el teléfono del apartamento comunal y atendió una vecina. Era una veterinaria que le temía a las palomas. Pegó como siempre su estridente gritillo:
—Carlos, ¡al teléfono!
Corrí y le arrebaté el auricular. Oí su voz. Me propuso sin más que nos viéramos de inmediato, que quería mostrarme lo que había escrito. Me dio cita en la placita que está detrás del Bolshoi, se llegaba bajando por la callecita Kusnietski most. Cuando la vi, parada en la esquina, con un fajo de papeles, quise correr y tomarla por la cintura. Pero no corrí y al estar enfrente apenas si le tendí la mano. Luego supe que mi timidez le pareció desdeño. Entramos a una cafetería de la cual guardaba muy mala memoria. Dos años o tres antes, al salir de una librería de libros viejos, entré ahí, compré un café con leche y una rosquilla. Me fui a sentarme y le pedí permiso a un hombre que estaba sentado a la mesa.
—¿Me puedo sentar?
—Por supuesto, salvo si eres judío.
—Soy judío y me voy a sentar— le respondí de inmediato pensando que era una broma tonta. El hombre tomó su bandeja y se fue a sentar a otro lado. Luego llegaron unos muchachos, me vieron totalmente sumido en mis pensamientos y uno de ellos se me acercó y me preguntó ¿qué me había pasado? Le conté la escena. Y me rogó que no le diera importancia a eso, que no era muy común ese tipo de conductas. El grupo de muchachos eran alumnos de la escuela de ballet del Bolshoi. Le conté el episodio a Elena. Me besó en la frente. Me dijo que habíamos nacido para encontrarnos, ella era judía.
Luego nos pusimos a trabajar en su texto. En realidad no había mucho que corregir, ni añadir. Pero le faltaba algo muy esencial, algo que supuse que ella debía de entender mejor que yo. No obstante no era así. Su trabajo no comportaba ninguna cita de ningún jefe del Partido que viniera a solidificar sus tesis. Me dijo que no iba a poner nada de eso, pues consideraba que no era necesario y además no había encontrado nada que pudiese citarse. Por mi parte sabía pertinentemente que para un artículo de estudiante de periodista era necesario introducir una nota “ideológica”. En mi facultad había un departamento de periodismo y con mis compañeros habíamos hablado de ese aspecto tan restrictivo. La convencí de que era necesario poner algo de ese tipo. Accedió cuando le dije que podía citar a Lenin. Y nos inventamos una frase leninista. La pusimos en algún tomo de las obras completas, estaba seguro que el profesor no iba a verificar. Nadie se atrevería a falsificar a Lenin... salvo los estudiantes de periodismo, de los que había aprendido el proceder.
Elena es tal vez la herida más profunda que guardo en mi pecho. Nos quisimos, nuestro amor brotó y no encontró obstáculos. Por ese tiempo, seguía gestionando ante las autoridades soviéticas el permiso de casarme con la madre de mis hijas. Pero ese matrimonio era para nosotros una batalla, pero ya entre nosotros poco había en común, pero no íbamos a separarnos antes de ganar esa batalla. Así lo hicimos. Elena entendía mi obstinación y estaba conforme. Nos veíamos muy seguido y nos dábamos cita en la plaza Pushkin. Nos gustaba perdernos en las calles que quedan detrás del diario Izvestia. Luego volvíamos y bajábamos por la avenida Gorki.
Entré a trabajar en la revista Novedades de Moscú, traducía, redactaba y corregía. A veces me tocaba supervisar las planchas en la tipografía. Siempre que me tocaba de nocturna Elena venía a esperarme. Aquel día, nos habíamos dado cita, me esperaría en el mismo banco a la salida de mi trabajo. Pero por la tarde agentes de la KGB vinieron a buscarme y, luego de largas tramitaciones, me llevaron preso. Nunca más la volví a ver, ni a saber de ella. No sé si Elena supo algo de mí, si se atrevió a ir a mi trabajo para preguntar. No sé. También eso pasó en un frío otoño.
Estremecedor (no sólo por lo del frío, se entiende)
ResponderEliminarSaludos, Carlos
"La tarde equivocada
ResponderEliminarse vistió de frío".
F.G.L.
Viste, hay tardes que se equivocan y fríos que cuajan con los amores que nos duelen.