Yeguer
De Anton Pavlovich Chejov
Era un mediodía caluroso y sofocante. En el cielo no había ni una sola nube... La hierba quemada por el sol miraba lánguida y desesperadamente: aunque lloviera no reverdecería... El bosque se mantenía callado, inmóvil, como si con sus copas estuviera observando o esperando algo.
Por la orilla del descampado, perezosamente, balanceándose, se arrastra un hombre alto, de hombros angostos, vestido de una camisa roja, pantalones señoriales completamente remendados y botas altas. Va arrastrando sus pies por el camino. A la derecha verdea el descampado, a la izquierda, se extiende hasta el horizonte un amarillo mar de centeno llegado a punto. En su bella cabeza castaña lleva gallardo una gorra blanca con una visera de hockey, de seguro un regalo de algún señorito en generoso arranque. Atravesado sobre el pecho lleva un morral, con un gallo silvestre amontonado en su interior. El hombre sostiene en su mano una escopeta de dos cañones con el gatillo hacia arriba y aprieta los ojos para ver a su perro viejo y flaco, que corre adelante y que husmea los matorrales. Todo al derredor está en silencio, ni un solo ruido... Todo lo vivo se ha escondido del calor.
—¡Yeguer Vlasich! El cazador oye de repente una voz suave.
Se estremece, al darse vuelta, frunce las cejas. A su lado, como si hubiera brotado de la tierra, se encuentra una mujer de rostro pálido, de unos treinta años y con la hoz en la mano. Ella se esfuerza por verle la cara y se ríe de vergüenza.
—¡Ah! Eres tú, Pelagueya, dice el cazador deteniéndose y bajando lentamente la escopeta. —Jum, ¿cómo has venido a parar por aquí?
—Hay aquí mujeres de mi aldea que vienen a trabajar y me he venido con ellas... Como trabajadoras, Yegor Vlasich.
— Ajá...— muge Yegor Vlasich y lentamente sigue su camino.
Pelagueya lo sigue. Caminan callados unos veinte pasos.
—Ya hace mucho tiempo que no lo veo, Yegor Vlasich...— le dice Pelagueya, mirando con cariño los hombros y omóplatos en movimiento del cazador. —Desde la Pascua que pasó por la isba a tomar agua, desde entonces que no lo he vuelto a ver... y en qué estado, borracho... Me insultó, me golpeó y se fue... Y yo lo esperaba, lo esperaba... Con los ojos pasaba mirando, aguardándolo... ¡Ay, Yegor Vlasich, Yegor Vlasich! ¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!
—¿No tengo nada que hacer en tu casa?
—Eso, de seguro, nada tiene que hacer, así nada más... De todos modos son sus bienes... Para ver esto y lo otro. Usted es el dueño... ¡Felicitaciones! ¡Qué gallo ha cazado! Yegor Vlasich, debería sentarse, a descansar...
Diciendo esto Pelagueya se ríe, como una tonta, mirando hacia arriba, a la cara de Yegor... Su cara respira felicidad...
—¿Sentarme? Quizás...— dice Yegor con tono indiferente y se pone a buscar un lugarcito entre dos pinos que han crecido. —¿Que haces ahí parada? Siéntate también.
Pelagueya se sienta un poco retirada, en pleno sol y, avergonzada de su alegría, se cubre con las manos sus labios sonrientes. Pasan dos minutos en silencio.
—¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!, dice suavemente Pelagueya.
—¿Para qué? suspira Yegor quitándose la gorra y limpiándose su frente roja con la manga.—No hay ninguna necesidad. Ir por una hora es un puro fastidio, sólo te revuelves, pero ir a vivir en permanencia en el campo, el alma no lo soportaría... Tú misma lo sabes, soy un hombre consentido... Me basta que haya una cama, un buen té y pláticas delicadas... Tener todos los honores, pero en tu aldea solo pobreza, hollín... Yo ni un día sobrevivo. Si hubiera un decreto que, digamos, se promulgara para que obligatoriamente tuviera que ir a vivir contigo en tu casa, o incendiaba tu isba o levantaba mi mano contra mí mismo. Desde tiernito la mera travesura está dentro de mí, no hay nada que hacer.
—¿Y agora dónde vive?
—Donde el señor Dimitri Ivanovich, como cazador. Le llevo a su mesa aves salvajes, si no es más... por puro gusto que me mantiene.
—No es muy honorable su negocio, Yegor Vlasich... Para otros es una travesura, pero para usted eso es propiamente como una artesanía... una ocupación de verdad.
—No entiendes, tonta, dice Yegor mirando al cielo como en sueños. —Desde que naciste no entiendes y un siglo no te bastaría para entender qué clase de hombre soy... Según tú yo soy un loco perdido, pero el que entiende, para ese yo soy una de las mejores flechas del distrito. Los señores lo sienten e incluso han escrito sobre mí en el diario. Nadie puede compararse conmigo en este asunto de la caza. Yo le tengo asco a vuestras ocupaciones del campo, no es ni por travesura, ni por orgullo. Sino que desde la infancia, sabes, no he tenido ninguna otra ocupación, salvo las armas y los perros. Me quitan el arma, pues tomo el anzuelo, me quitan el anzuelo, pues con las manos me las ingenio. Bueno, también he sido marchante de caballos y en las ferias he trajinado, cuando había dinero, pero tú misma sabes que si un hombre se ha inscrito como cazador o como marchante de caballos, entonces le dice adiós al arado. Una vez que al hombre le ha entrado el aire de libertad, pues con nada se lo sacas. Lo mismo que un señor entra de actor o a otra de las artes, él no se puede meter a oficinista, ni a terrateniente. Eres mujer, no entiendes y esto hay que entenderlo.
—Entiendo, Yegor Vlasich.
—Quiere decir que no entiendes, ya que te dispones a llorar...
—Yo... yo no lloro..., dice Pelagueya dándose vuelta. —¡Es un pecado, Yegor Vlasich! Aunque fuera un día solito debería vivir conmigo, pobre de mí. Ya hace más de doce años que me casé, y... ¡y entre nosotros ni una sola vez ha habido amor! Y yo... no lloro...
—Amor..., balbucea Yegor frotándose las manos. —Ningún amor puede existir, ni es posible. Es solamente de nombre que nosotros somos marido y mujer. ¿Acaso no es cierto? Yo para ti soy un hombre salvaje y tú para mí eres una mujer simplona, que no entiende. ¿Acaso somos una pareja? Yo soy libre, consentido, vagabundo y tú eres trabajadora, chancletuda, vives en la mugre y el lomo ni se te dobla. Yo pienso de mí que soy el primero en el asunto de la caza y tú con lástima me miras... ¿Qué pareja hay aquí?
—¡Pero nos casamos, Yegor Vlasich!— se exalta Pelagueya.
—Sin quererlo nos casamos... ¿Acaso se te ha olvidado? Al Conde Serguey Pavlich dale las gracias... y a ti misma. El Conde de pura envidia de que yo tiro mejor que él, todo un mes con vino me estuvo emborrachando, y al borracho no sólo a casarse se le puede obligar, hasta cambiar de fe se le puede hacer. De pura venganza borracho me casó contigo... ¡Yegor a la porqueriza! Bien viste que yo estaba borracho, ¿para qué te casaste? No eres sierva, bien te pudiste oponer. Claro que para una porquera es pura felicidad casarse con un cazador profesional, pero es que hay que tener juicio. Y ahora tienes que sufrir, llorar. Para el Conde la risa y para ti el llanto... rájate la cabeza...
Se presenta un momento de silencio. Sobre el descampado vuelan tres patos salvajes. Yegor se les queda mirando y los acompaña con la mirada hasta que se vuelven tres puntos apenas visibles y descienden a lo lejos hacia el bosque.
—¿De qué vives?— le pregunta, pasando su mirada de los patos hacia Pelagueya.
—Agora voy al trabajo y en invierno tomo una cría de la casa de pupilos, le doy el biberón. Rublo y medio me pagan por mes.
—Ajá...
Callan de nuevo. De una apretada huerta llega una tierna canción, que se corta apenas comienza. Mucho calor para cantar...
—Cuentan que a la Akulina le puso una nueva isba— le dice Pelagueya.
Yegor calla.
Yegor calla.
—Significa que ella sí le llega al corazón...
—¡Esa es tu felicidad, tu destino! le dice el cazador, estirándose. —Ten paciencia, huerfanita. Bueno, ahora hay que despedirse, me he puesto a hablar demasiado... Tengo que llegar antes que anochezca a Boltovo...
Yegor se levanta, se estira y se cruza la escopeta en el pecho. Pelagueya se levanta.
Yegor se levanta, se estira y se cruza la escopeta en el pecho. Pelagueya se levanta.
—¿Cuándo va venir por la aldea? le pregunta suavemente.
—¡No hay para qué! Sobrio nunca voy a ir y borracho no tiene ningún interés para ti. Me pongo muy malo cuando estoy borracho... Adiós.
—Adiós, Yegor Vlasich...
Yegor se pone la gorra en la parte trasera de su cabeza y con un chasquido llama al perro y sigue su camino. Pelagueya sigue parada en el mismo lugar y lo sigue con la mirada... Ve sus omóplatos moviéndose, su gallarda cabeza, su lenta y desganada marcha, sus ojos se llenan de tristeza y de tierno cariño. Su mirada se pasea por la enjuta y alta figura de su marido y lo acaricia, lo mima... El, como si sintiera esa mirada, se detiene y se da vuelta para mirar... Calla, pero por su rostro, por sus encogidos hombros, Pelagueya ve claramente que quiere decirle algo... Se le acerca tímidamente y lo mira con sus ojos suplicantes.
—¡Ten! le dice dándose vuelta.
Le entrega un arrugado billete de un rublo y se retira rápidamente.
—¡Adiós, Yegor Vlasich!— le dice ella aceptando maquinalmente el billete.
El se va por un camino largo y recto como un cinturón estirado... Ella, pálida inmóvil como una estatua, está parada y pesca con la mirada cada paso suyo. Pero el color rojo de su camisa se mezcla con el color oscuro de sus pantalones, ya no se ven sus pasos, el perro se confunde con las botas. Se ve únicamente la gorra, pero... de repente Yegor bruscamente toma hacia la derecha, hacia el descampado y la gorra desaparece en lo verde.
—¡Adiós, Yegor Vlasich! murmura Pelagueya y se empina para ver aunque sea la gorra blanca.
Traducción de Carlos Abrego.
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