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09 noviembre 2005

Prosa Rusa

La biblioteca pública

De Isaac Babel

Que se trata del reino del libro se siente en seguida. La gente que está al servicio de la biblioteca se rozó con el libro, con la vida reflejada y ella misma como si se hubiese vuelto apenas el reflejo de la gente viva, de verdad.

Incluso los empleados del vestuario guardan un silencio misterioso, repletos de una calma meditativa, ni morenos, ni rubios, algo intermedio.

En su casa, cuando el domingo se acerca, tal vez beban aguardiente barato y golpeen largamente a sus mujeres, pero en la biblioteca su carácter no es ruidoso, desapercibido y veladamente sombrío.

Hay también un empleado que dibuja. En su ojos se pinta una tierna tristeza. Dos veces por semana, al quitarle el abrigo a un hombre gordo de saco negro, suavemente le cuenta que “Nicolai Serguievich ha aprobado mis dibujos y Konstantin Vasileivich también los ha aprobado, al principio lo dejé pasar, pero luego además dónde esconderse, nadie sabe”.

El hombre gordo escucha. Es reportero, casado, glotón y se ha agotado trabajando. Dos veces por semana viene a la biblioteca a descansar: lee sobre los procesos penales, dibuja cuidadosamente en un papelito el plan del lugar donde ha ocurrido el crimen, está muy satisfecho y se olvida de que está casado y agotado de trabajar.

El reportero escucha al empleado con turbada incomprensión y piensa en cómo actuar con semejante persona. Darle una propina cuando se vaya, se puede ofender, es pintor, pero al mismo tiempo no darle también puede ofenderlo, es un empleado de todas maneras.

En las salas de lectura los empleados son de un rango más elevado: bibliotecarios. Algunos de ellos son “particulares” y tienen algún claro expresivo defecto físico: este tiene los dedos retorcidos, al otro se le deslizó de lado la cabeza y así le ha quedado. Están mal vestidos y son extremadamente delgados. Pareciera que fantásticamente han sido dominados por alguna idea, desconocida de todos. ¡Gogol los hubiera descrito muy bien!

A los bibliotecarios “no particulares” les comienza una tierna calvicie, visten limpios trajes grises, tienen corrección en sus miradas y una abrumada lentitud en sus movimientos. Permanentemente están rumiando algo y mueven las mandíbulas, aunque no tienen nada en la boca, hablan con acostumbrados susurros, bueno, están arruinados por los libros, que ni siquiera se puede bostezar jugosamente.

El público en estos tiempos de guerra ha cambiado. Hay menos estudiantes. Del todo muy pocos estudiantes. A cada muerte de obispo se mira a un estudiante, muriéndose indoloramente en algún rincón. Se trata de algún “exonerado”. Tiene gafas o cojea delicadamente. Por otra parte están todavía los becados del gobierno. El becado del gobierno es un gordo reblandecido, con bigotes enrollados, cansado de la vida y un gran contemplativo: lee algo un rato, piensa en algo, observa los dibujos de las lámparas y se inclina hacia el libro. Necesita terminar la universidad, tiene que ir al ejército y de todos modos ¿para qué apurarse? Todo a su tiempo.

Un antiguo estudiante volvió a la biblioteca en la figura de un oficial herido, con una venda negra. Su herida está cicatrizando. Es joven y de mejillas rosadas. Almorzó, se paseó por el Nievski*. En el Nievski ya se encendieron las luces. La Bolsa Vespertina realiza su cortejo triunfal. Donde Eliseev ya están exhibiendo la uva en cajas. Todavía es temprano para ir de visita. El oficial por un antiguo recuerdo se dirige hacia la biblioteca pública, extiende sus largas piernas debajo de la mesa a la que se ha sentado y se ha puesto a leer “Apolón”. Puro aburrimiento. Enfrente está sentada una estudiante. Estudia anatomía y está dibujando el estómago en un cuadernito. Es originaria aproximadamente de Kalush, de cara ancha, huesuda, rosada, concienzuda y resistente. Si tiene novio, se trata de la mejor solución al problema — es un sólido material para el amor.

A su lado hay un tableau* artístico: —una invariable pertenencia de cada Biblioteca Pública del Imperio Ruso— un judío durmiendo. Está demacrado. Sus cabellos son ardientemente negros. Tiene las mejillas caídas. La frente con chichones, su boca a medio abrir. Ronca. De dónde es, nadie sabe. Tiene derecho a residencia*, nadie sabe. Lee todos los días. Duerme también todos los días. En su rostro se ve una horrible e indestructible fatiga y casi una demencia. Es un mártir del libro, especial, hebreo, inextinguible mártir.

Cerca del mostrador de los bibliotecarios, una mujer grande, vestida de blusa gris y de busto prominente, lee con extraordinario interés. Es de esas personas que en las bibliotecas, de repente hablan fuerte, que francamente y con entusiasmo se admiran de las palabrejas de los libros y llena de admiración se pone a hablar con los vecinos. Lee porque está buscando, quién sabe por qué, la manera casera de fabricar jabón. Tiene aproximadamente 45 años. ¿Es normal? Muchos se plantean esta pregunta.

Hay otro visitante permanente, un oficial flaquito en una holgada túnica, con pantalones anchos y con unos botines perfectamente limpios. Tiene pies pequeños. Los bigotes de color ceniza de cigarro. Se los unta con un fijador, con lo que resulta una gama de colores gris oscuro. En otros tiempos fue alguien sin talento que no consiguió terminar el servicio con el grado de teniente, para poder salir jubilado con el título de general-mayor. Ya jubilado hastió lo suficiente al jardinero, a los criados y al nieto. A los 73 años de edad se compenetró de la idea de escribir la historia de su regimiento.

Escribe. Esta rodeado por tres quintales de materiales. Es querido de los bibliotecarios. Los saluda con distinguida amabilidad. Ya no harta a los domésticos. El criado con agrado le saca brillo a los botines hasta el extremo.

Muchos otros tipos de gente vienen a la biblioteca pública. Imposible pintarlos a todos. A un individuo un tanto marchitado le corresponde únicamente escribir una monografía suntuosa sobre el ballet. Su fisionomía, la edición trágica de Hauptmann*, el cuerpo insignificante.

Por supuesto hay burócratas que enarbolan en le pecho “Inválido ruso” y “Noticiero del gobierno” También hay jóvenes provinciales que arden al momento de leer.

De noche. La sala está en semi tinieblas. En los escritorios inmóviles figuras: una reunión de fatiga, de curiosidad y de honorabilidad...

Tras las amplias ventanas cae una nieve suave. No muy lejos, en el Nievski, bulle la vida. Lejos, en los Cárpatos, se derrama sangre.

C’est la vie*.

Traducción del ruso de Carlos Abrego
Notas:
*Nievski prospekt es una avenida de San Peterburgo.
* En Rusia zarista los judíos para residir en las ciudades necesitaban de un permiso especial.
Tableau y C’est la vie vienen en francés en el original ruso. Tableau: cuadro. C’est la vie: Así es la vida.

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