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02 julio 2010

La violencia en nuestra sociedad

Después de una larga ausencia retomo mis comentarios. Muchos son los acontecimientos que han ocurrido en el país y que retuvieron mi atención, muchas también han sido las opiniones que sobre ellos se emitieron y muchas son a las que me hubiera gustado responder o agregar lo mío. Comprenderán que un hecho me haya marcado con mayor peso y pienso que todos se imaginan que me refiero al crimen cometido contra los pasajeros del bus de la línea 47. El ataque armado contra el bus y el incendio con sus pasajeros al interior ha sido considerado como el punto culminante de la actividad criminal de las pandillas.

La indignación y la condena han sido unánimes y categóricas. Todos los salvadoreños nos hemos sentido agredidos. Nunca pensamos que actos de esta índole pudieran verse cometidos en nuestro territorio. Todos pensamos que las masacres eran asunto del pasado y que eran el patrimonio de las fuerzas represivas antipopulares. Esta vez el terror nos llega de parte de civiles, de miembros de nuestra sociedad. Claro que esta pertenencia a la colectividad nacional nos cuesta reconocerla y de manera inconciente colocamos a los asesinos afuera de la sociedad. No obstante lo primero que debe penetrar en nuestras conciencias es que esos grupos criminales son también el fruto de nuestra sociedad. Es cierto que podemos bemolizar nuestro juicio y argüir que las “maras” tienen su origen en los Estados Unidos y que el gobierno de ese país con absoluta irresponsabilidad y con total desprecio hacia nosotros, desde la firma de los Acuerdos de Chapultepec, inició la expulsión hacia nuestro país de criminales y miembros de esas organizaciones sin advertir convenientemente a las autoridades salvadoreñas. Esto es lo que siempre se ha alegado.

Sin embargo este hecho por sí solo no explica el desarrollo que ha tenido este fenómeno en nuestro país. Ese tipo de criminalidad ha encontrado en nuestra sociedad, en el tipo de sociedad que padecemos, el terreno propicio para su expansión. No podemos declararnos sorprendidos por la escalada criminal que se ha ido operando ante nuestros ojos. La violencia no es un fenómeno marginal en nuestra sociedad.

Violencia contra la violencia

Ahora mismo, la mayoría de reacciones de políticos, comentaristas, editorialistas, etc. lo primero que han preconizado, es continuar en la escalada de violencia represiva, llegando algunos a proponer la restauración de la pena de muerte. El gobierno en su política continuista propone una variante “mejorada” de las leyes “mano dura” y “superdura” de los gobiernos areneros. El aumento de los años de cárcel ha sido permanente desde hace diez. No hace mucho un criminal fue condenado a 120 años de reclusión. Lo ridículo de esta pena tiene el mismo nivel que la falta de discernimiento de los legisladores. No es la pena la que va a parar el crimen. Toda la sociedad se ha dado cuenta que las leyes represivas no han dado efectos benéficos en la lucha contra la criminalidad. Estas leyes incluso se han considerado como contraproducentes. No obstante la sociedad entera sigue enfrascada en este tipo de “soluciones”. Este empecinamiento de nuestra sociedad implica una ceguera ante la falta de resultados y manifiesta la incapacidad nacional de buscar soluciones que no impliquen la ley de Talión, que no encierren el repugnante rostro de la venganza, soluciones en las que no aparezca la violencia como principal rasgo.

En los primeros meses del gobierno de Mauricio Funes, en un artículo sobre la violencia y la prevención, invité a las autoridades a tener el coraje de reconocer y de anunciarle a la población que era ilusorio esperar resultados prontos e inminentes en la lucha contra la criminalidad. El grado de organización, la intensidad y frecuencia de los crímenes, la ausencia de útiles investigativos, de una PCN con suficientes efectivos y debidamente preparados, volvía imposible obtener la disminución inmediata del número de crímenes, al contrario lo que debíamos esperar, era un recrudecimiento de la criminalidad. Porque era necesario una política que rompiera con la que se había aplicado hasta entonces. Una política que priorizara la prevención, sin olvidar el mejoramiento del combate contra el crimen con la necesaria reestructuración y limpieza de la PCN. La restructuración implicaba, va de suyo, mejor preparación técnica de la investigación y el aumento de los efectivos. Todo esto requiere tiempo y medios.

Pero las autoridades actuales, en vez de hablar claramente con la población, de establecer un diálogo franco con ella, prefirió ceder a las distintas presiones y tomó medidas inmediatistas y demagógicas. El gobierno sacó al Ejército de los cuarteles y le encomendó tareas a las que no está preparado, lo puso de coadjutor policial. En vez de enfrentar con razones el miedo irracional y pasional de la población, atizado éste por la prensa amarillista nacional y los partidos de derecha, que acababan de mostrar su propia incompetencia en la lucha contra la delincuencia, el gobierno ha iniciado una militarización de la función policial, incorporando al Ejército en las cárceles y en las fronteras. De hecho la derecha ya había en gran medida militarizado a la propia policía. Ahora el gobierno de Funes/FMLN para completar el carácter eminentemente represivo de los antimotines ha recurrido a adiestradores franceses de los nefastos CRS (que tienen merecida fama antidemocrática en su propio país). El alegato del ministro de Gobernación efemelenista es digno de un Poniatowski o de un Bonnet, ex ministros franceses del Interior de la peor derecha francesa.

Para que la lucha contra la delincuencia y la criminalidad sea eficaz es también urgente que la Fiscalía asuma sus responsabilidades. Hasta ahora la ineficacia de la Fiscalía es patente y tal vez su dejadez es parte de una estrategia de la peor política de la derecha, que detrás de sus declaraciones indignadas y proposiciones rancias, aspira a poner sobre todo trabas y estorbos al gobierno actual. La derecha tiene como prioridad la reconquista del Ejecutivo, para ello ha puesto varios tizones en el fogón.

Asumir que la violencia surge de la sociedad

Pero una cosa que debemos asumir todos es que la violencia de las pandillas, de los otros delincuentes y traficantes son manifestaciones extremas de una violencia social que envenena nuestras relaciones sociales y que recorre a toda la sociedad salvadoreña. Esta violencia es antigua, profundamente arraigada. Las manifestaciones de esta violencia cotidiana y común son múltiples, van desde el lenguaje coloquial lleno de vulgaridades hasta el maltrato que se le inflinge a los niños y a las mujeres. Este maltrato se ha vuelto invisible, transparente. Los castigos corporales contra los niños, su rango en las relaciones familiares, su desconsideración generalizada, la explotación ultrajante en las calles y algunos talleres son fenómenos permanentes y que casi no llaman la reprobación social. Me estoy refiriendo a la sociedad y no a alguna que otra organización o asociación. Lo mismo podemos afirmar respecto a las mujeres. Las mujeres son el blanco de todos los abusos, ya sean verbales, como atropellos laborales, manoseos incluso en la vía pública. Si me refiero a los niños y mujeres en primer lugar, es porque también esto es lo más visible.

Esta violencia social toma el rostro del autoritarismo que recorre todo el tejido social salvadoreño. No es la primera vez que aludo a este autoritarismo. Se trata de un autoritarismo que hemos heredado desde la Colonia, pero que hemos ido cultivando en nuestra historia con todos los regímenes dictatoriales que se han multiplicado en el país. Estos regímenes han sido violentos, extremadamente violentos. La sociedad misma ante la sistemática violación de sus derechos civiles, libertad de expresión, libertad a secas, pues hubo encarcelamientos arbitrarios, expulsiones del país, torturas, asesinatos, masacres, la sociedad ante todo esto tuvo que recurrir también a la violencia. Se trataba de un derecho, pero era también un recurso extremo, pues la guerra insurreccional trajo indudablemente nuevos niveles de violencia. La guerra de tierra quemada que adoptaron los sucesivos gobiernos bajo el amparo y guía del imperialismo estadounidense dejó como saldo millares de muertos y muchos lisiados. La guerra dejó una ancha herida abierta. Esta herida no se sana con espectáculos presidenciales. La impunidad con que gozan los criminales de guerra es el criadero de la impunidad que gozan y reclaman los criminales de hoy.

La post guerra

La post guerra ha sido una larga mascarada que legalizó el crimen pasado y fue tolerando los crímenes que se cometían en los barrios. Pero ahora agobiados por tanto derramamiento de sangre, por los altos niveles de salvajismo en la ejecución de los asesinatos, la frialdad, la indiferencia de los delincuentes sentimos todos que esto ha llegado a límites intolerables. Pero, ¡cuidado! También podemos acostumbrarnos al horror criminal.

Nos hemos acostumbrado a la violencia institucional de la pobreza y en muchos casos de la miseria. Esta pobreza es criminal. ¿Cuántos niños han muerto por desnutrición en nuestro país? ¿Cuántos por enfermedades crónicas y curables? Hablo de los niños, pero esto se puede extender a las madres, que mueren en partos difíciles por falta de asistencia médica y por desnutrición. Esta pobreza no es una plaga o un fenómeno atmosférico. Esta pobreza es una consecuencia del sistema económico que padecemos. En el que sólo ha contado el interés del capital en detrimento de los hombres y mujeres de nuestro país. ¿Durante cuántas décadas las largas jornadas laborales eran sementeras de muertes prematuras? Los salarios de miseria producían una permanente hambruna. Este panorama no cambia, no ha cambiado. Los gobiernos con toda su fuerza bruta represiva, con toda su violencia, siempre han defendido y servido los intereses de las clases dominantes, de las clases que se han aliado siempre a los capitales extranjeros, sobre todo de los Estados Unidos. Estas clases dominantes, la oligarquía y la burguesía siempre han amenazado con dejar al país sin medios, si el gobierno se atreve a tomar medidas en contra de sus intereses, han amenazado abierta o asolapadamente de implementar un golpe de Estado.

Los intereses de la oligarquía requieren obligatoriamente bajos salarios. Ahora sus grandes pensadores tratan de imponer la desaparición del salario mínimo, de alargar las horas laborales. El pacto fiscal que proponen es la reducción de los gastos del Estado.

Nuestro país no puede permitirse disminuir los gastos en la salud pública, pues no da abasto a la penuria en que se encuentra, se urge de un aumento. Nuestro país no puede darse el “lujo” de disminuir el gasto de la educación y de la cultura, lo que urgimos es una profunda reforma y un gigantesco esfuerzo presupuestario para mejorar el sistema de enseñanza pública y de divulgación cultural. Nuestro país no puede reducir los gastos en la seguridad pública, todos vemos que al contrario se urge de un sensible aumento en ese rubro. Incluso estos no son realmente gastos, sino que verdaderas inversiones en el desarrollo nacional. Pero el país no puede seguir endeudándose.

Los pensamientos que salen del “tanque” de pensadores del patronato suenan huecos. Se han atrevido a proponer que se imponga a los vendedores ambulantes la TVA. La perversidad de esta gente es ingeniosa. Quieren agravar con un peso adicional la precariedad del subempleo y el raquítico poder adquisitivo de la población. La exigencia de disminuir el tren de vida del Estado no es otra cosa que la bulimia desenfrenada del patronato para recibir subvenciones y “ayudas” a la inversión. Esta actitud también es violenta, pues sustenta y justifica un estado de cosas que mantiene a nuestro país sumido en el subdesarrollo. Toda la actitud económica de la oligarquía ha sido parasitaria. Toda la producción de riquezas no ha servido para desarrollar al país, sino para mantener a una casta, que siempre ha vivido en la opulencia. Toda la acumulación de riquezas no sirvió para diversificar y modernizar la agricultura, ni mucho menos para crear las bases de una industrialización nacional.

Combatir y prevenir

No puedo dirigirme a los gobernantes de hoy, pues han optado por la militarización del país, por confiarle al Ejército un papel social que no le corresponde. El uso del Ejército para estos fines es la continuación de la aplicación de doctrinas de la “seguridad nacional”, pensadas por organismos ideológicos extranjeros y patrocinados por organizaciones ligadas a la CIA. El gobierno ha optado por continuar la labor iniciada por la derecha: el Ejército en las calles es un tramo mayor en la política agresiva del Estado oligárquico. El fracaso mexicano es patente en el uso del Ejército para fines de política interior. Pero la obediencia a los amos vuelve ciegos a los sirvientes.

No puedo dirigirme a los gobernantes de hoy, pues sus opciones no responden en nada a los intereses populares. La política de parches sociales no responde a las urgencias nacionales. Existen medidas que pueden ser el inicio de una política real de seguridad de la población, por ejemplo, el desarme total de la sociedad. Pero esta medida veja intereses privados de los mercaderes de la muerte. El aumento significativo de los efectivos policiales vendría a volver innecesarios las compañías privadas de seguridad. La subsistencia de estas agencias responde también a intereses privados. Se ha creado una comisión o un seminario para que medite sobre la ley de portación de armas, pero ¿por qué tantos remilgos para emitir una ley que puede ser de carácter profiláctico contra el crimen? La proporción de asesinatos cometidos por armas de fuego es enorme.

La restructuración de la policía implica devolverle o darle el carácter civil que los Acuerdos de Paz quisieron imponerle. Esta restructuración implica asimismo que la PCN se vuelva realmente garante de la seguridad y que obtenga la confianza de la población. La presencia policial ahora no es ninguna garantía de seguridad, pues su actitud es siempre prepotente, agresiva y violenta. Esta actitud corresponde a la ideología nacional de las relaciones sociales. El agente policial usa y puede abusar del poder que se le ha delegado. Este uso y abuso de la autoridad conferida es parte de nuestro funcionamiento social. Los maestros en las clases, los directores en las escuelas, el empleado público detrás de su escritorio, etc. practican esta “costumbre” nacional.

Una política preventiva, que por supuesto contiene una amplia franja educativa, no puede estar dirigida exclusivamente a la niñez y a la adolescencia. La violencia, el abuso de la autoridad es común en todas las edades y en todos los medios sociales. Es en el mundo adulto que tenemos que inculcar el respeto por los niños y por nuestras mujeres, el respeto y la aplicación de conductas civilizadas en el trato con los demás.

Es la sociedad que puede imponer las soluciones adecuadas para resolver este problema que tanto nos agobia. Pero para ello es necesario que renunciemos a recurrir exclusivamente a medidas violentas y represivas. Aclaro que el castigo del crimen es una parte de la política de combate contra la inseguridad, pero es necesario que entendamos algo tan sencillo, que el castigo viene siempre después del delito. Lo que nos importa es prevenir, crear las condiciones para su disminución radical y si fuera posible su desaparición. El castigo que viene después de cualquier falta debe contener su lado educativo. El castigo, todo castigo tiene que contener su aspecto preventivo. Es por eso que las cárceles tal cual están actualmente concebidas son sobre todo criaderos del crimen. El simple confinamiento, que se acompaña de un hacinamiento inhumano, debe proscribirse y ser remplazado por confinamientos con prácticas reeducativas.

Pero la medida fundamental es el cambio de estructuras económicas que contribuya a hacer desaparecer la pobreza, la miseria social. La vida precaria a la que están obligados tantos salvadoreños es fuente de incultura, de violencia sufrida y aplicada, de múltiples y profundos sufrimientos. En este mundo que predica a través de la publicidad que la realización personal consiste en el consumo de mercancías, de cualquier mercancía, útil o superflua, la pobreza es la negación de esa falsa realización personal, pero también privación de la real y verdadera realización personal a través de prácticas culturales y civilizadoras. Para ello es necesario cambiar el principio fundamental de la sociedad, el objetivo primordial de nuestras instituciones: mantener, propiciar y aumentar las ganancias privadas.

1 comentario:

  1. Ilustrativo artículo. Puso el dedo en la llaga, como debe ser.

    Ojalá que lo que usted ha escrito sirva como semilla para los jóvenes honestos que algún día llegarán al poder. Porque por ahora Funes y el FMLN parecieran sordos y ciegos caminando hacia un precipicio.

    Saludos.

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