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15 diciembre 2006

Mis conversaciones con Cervantes

He estado ausente en estos días y he dejado en abandono este espacio. Vuelvo y espero que no tomen a mal lo que les voy a contar. No es el efecto de las altas fiebres que me han sofocado y casi me obligan a delirar. No es delirio lo que les voy a contar, es un simple sueño recurrente. Me visita desde el verano de 1976 cuando por primera vez atravesé la frontera franco-española por Irún. Iba con destino a Madrid, pasando por San Sebastián, pues tuve un contratiempo con la compañía de ferrocarriles.

Permítanme antes de referir mi sueño que les cuente algo que me sucedió en Irún. Desde 1962 que me fui de El Salvador nunca había vuelto a estar en un ámbito castellano, es decir siempre estuve rodeado de lenguas ajenas, primero el ruso, luego el francés y por último el hebreo, para rodearme de nuevo el francés. Nunca dejé de hablar nuestra lengua, aunque una vez por allá por 1964 sentí de repente que estaba perdiendo mi lengua paterna. Esta horrible sensación la sufrí leyendo un texto de Lope, las palabras no me tocaban, las conocía, pero ahora me parecía que apenas adivinaba su sentido, como cuando uno se encuentra con alguien que ha conocido hace años y tarda en reconocerlo, en ponerle un nombre y situarlo en el tiempo. En ese momento tuve el miedo más íntimo de mi vida. Corrí a una librería a comprarme apresuradamente un diccionario castellano, el más grueso, el que tuviera más palabras y me puse a escudriñarlo y a reconocer a mis antiguas amigas... Pero no me bastó este remedio, me impuse prácticas de conversación en castellano, en salvadoreño. Viajaba por lo menos una vez a la semana a Leninski Prospekt en donde se encontraban los nuevos edificios de la Universidad Patricio Lumumba y en donde me era más fácil rodearme de amigos que conversaran en castellano. Y no dejé pasar una semana sin leer algunas páginas en castellano.

Pero el mundo lingüístico que me rodeaba era ruso. Quiero decir los diarios, la radio, la televisión, los rótulos en las calles, todo en ruso. En los autobuses, en el metro, en los tranvías, por todos lados el ruso. Me aconteció lo mismo con el francés y con el hebreo.

Pero una vez pasada la frontera por Irún, en la estación de trenes me dirigí al tablero de horarios y me puse a buscar el andén de donde iba a salir el tren que me llevaría a San Sebastián. En eso estaba, cuando de repente oí la voz de una muchacha por los altoparlantes de la estación que me decía:

—El tren 217 con destino a San Sebastián sale a las seis y siete minutos en el andén tres.

Era la primera vez que en una estación de trenes me hablaban a mí, en castellano, pues fue eso lo que pensé, lo que sentí, esa muchacha se estaba dirigiendo a mí, personalmente, lo que me intrigó mucho fue cómo supo lo que andaba buscando....

No les cuento el feliz encuentro, en San Sebastián, con un grupo de jóvenes que festejaban el final de su primer año de derecho. Lo referiré en otra oportunidad.

Ya en Madrid, luego de haber visto a las personas con las que había venido a entrevistarme, me dediqué al oficio de turista. Fui al Prado y me pasé horas frente al Jardín de la Delicias, entonces el tríptico de El Bosco estaba en las plantas bajas, en una sala demasiado pequeña para deleitarse a las anchas. Luego subí a las salas de la pintura española y me pasé el resto del tiempo contemplando las obras de Velázquez. Y entonces pensé que el pincel que debería habernos dejado el rostro de don Miguel de Cervantes Saavedra era precisamente ese. Mucho se entiende cuando uno ha visto a Luis de Góngora y Argote por Velázquez.

Salí del museo y me puse a caminar por las veredas del parque. Cosa sorprendente, pensé mucho en Cervantes, en su vida y sobre todo en lo tan cercano que me pareció entonces, casi como a alguien que hubiera podido cruzar en una de las calles de Madrid.. Algunos meses después, ya en París, en donde vivía por aquellos años setenta, tuve el sueño que quiero referirles y que se me ha repetido varias veces con variantes, por supuesto.

Me veo saliendo del Prado en compañía de un hombre flaco, más alto que yo, vestido en chaleco y jubones apretados, cuello blanco como el que le pintó Velázquez a don Francisco Pacheco. Es verano, la luz crepuscular y tenue. Nuestro paso es lento. Guardamos silencio y siento que no puedo desaprovechar esa oportunidad que tengo de ir al lado de don Miguel de Cervantes. En mi sueño ese encuentro no tiene nada de insólito. Lo interrogo con hondo respeto y con miedo de ofenderlo. Le pregunto por los comentarios que ha hecho de su novela, el nivolista vasco y tocayo suyo Miguel de Unamuno. Cervantes sonríe y me habla quedo y pausadamente. En el sueño cada palabra suya me la como, la bebo sediento. Y me sorprendo que a pesar de una sintaxis que siento anticuada, de un tono extraño, todo lo que me dice lo entiendo sin esfuerzo.

Al despertar tengo la sensación de haber perdido una oportunidad crucial en mi vida. Y me siento culpable pues por mucho esfuerzo que haga no recuerdo su charla. Apenas su respuesta a mi tonta pregunta, ¿Cómo es que le entiendo si nos separan tantos siglos? Su respuesta es sencilla.

— Hablamos la misma lengua, el tiempo no ha hecho mella en nuestro entendimiento. Algunas palabras han cambiado, alguna que otra oración ha envejecido, eso es todo.

He vuelto a soñar con don Miguel, en las mismas circunstancias y le he preguntado sobre los comentarios escritos por Ortega y Gasset. Pero es la misma pérdida de memoria al despertar. La tercera vez le recité algunos poemas de León Felipe. Sonreía y los aprobaba.

Estoy esperando la cuarta visita de don Miguel, pero sé que no necesito prepararme y sé también que me voy a olvidar de su respuesta, pero aquí adentro de mi cabeza me ha quedado muy fijo el sonido de su voz, su timbre. Y si despierto oyera su voz, lo reconocería.

2 comentarios:

  1. Anónimo2:54 a. m.

    Chido sueño. Gracias.
    Cuando vuelvas a ver a Cervantes dale un saludo de mi parte. Seguro que no me conoce, pero eso es lo de menos.

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  2. Rafa, pues con mucho gusto. Creo que nos conoce a todos y todas nuestras locuras.

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