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17 septiembre 2020

Tener presente el punto de mira

 

En nuestras reflexiones solemos olvidar cosas esenciales, perdemos de vista nuestro punto de mira, a lo que le apuntamos. Durante décadas partidos políticos y movimientos se plantearon como su principal meta política la toma del poder. Esta toma del poder fue considerada como el resultado de batallas de una guerra llevada a cabo por una vanguardia revolucionaria contra la clase dominante y su aparato estatal. Parecía lógico que se trataba de una etapa inevitable, imprescindible en el proceso revolucionario, sin el poder era vano proponerse las reformas estructurales necesarias. Más adelante me voy a referir a las formas y contenidos de esta guerra por el poder. Por el momento deseo llevar adelante una reflexión sobre esta cuestión de la toma del poder como objetivo principal.


Esta toma del poder implica inevitablemente conservar el Estado, aunque sea reformado y cambiando la dirección de la fuerza represiva hacia las clases dominantes y ya no contra los trabajadores que se suponen están en el poder. No obstante si nos detenemos un instante en la historia del siglo XX observamos que el “socialismo real” dejó de lado por completo un momento crucial pensado por Marx, se trata de la desaparición misma del Estado en sus funciones de aparato represivo. Al contrario los partidos que llegaron al poder volvieron su objetivo inicial de llegar al poder en otro semejante, mantenerse en el poder y para ello conservaron intactas o perfeccionaron las estructuras policiales de represión. Marx planteaba en la fase de transición hacia el comunismo la dictadura del proletariado que iba dirigida primordialmente contra la burguesía y sus aliados. La realidad fue otra, los Estados del “socialismo real” se volvieron represivos contra sus propios ciudadanos y algunos merecieron el título de Estados policiales.


Dos opciones


No obstante estamos ya en otros tiempos, no solo han quedado atrás las experiencias de otros países, sino que también nuestra larga historia de luchas con algunos logros y rotundas derrotas. Se debe de aprender de ambas. Nos estamos acercando poco a poco a cumplir un siglo de la insurrección de 1932, a medida que ha ido pasando el tiempo se ha ido calificando diferentemente este suceso. Se ha llegado a negar el carácter social y clasista reduciéndolo a una pelea étnica. Todo el contexto de la crisis general del capitalismo que se inició en 1928 y sus repercusiones en nuestro país desaparecen. Urgimos nuevos análisis y reconstruir nuestra historia de luchas, de lo contrario nos será imposible entender ciertos procesos históricos que se mantienen durando largos períodos. Por supuesto aquí no puedo entrar a analizar al por menudo nuestra historia, ni tengo realmente la debida competencia.


En las últimas tres décadas del siglo pasado hubo un viraje y una aceleración en nuestra historia. Después de un largo período de recuperación y de tanteos, discusiones teóricas supervisadas por extranjeros, por especialistas y consejeros de la URSS y del PCUS, sobre los objetivos inmediatos y a medio plazo y por consiguiente las formas de estas luchas. Hubo dos grandes objetivos, uno de ellos que durante muchos años predominó fue lograr una participación política pública y legal, en otras palabras llegar a una “democratización” de la sociedad salvadoreña. Hay que tener en mente que la actividad política y sindical estaban simplemente prohibidas y que se ejercía una represión brutal y constante. Esto limitaba enormemente alcanzar una influencia de las ideas de transformación social y revolucionarias dentro de la sociedad. Incluso era casi imposible obtener esto al interior de las organizaciones, pues las escuelas clandestinas para preparar los cuadros del partido y de los sindicatos no poseían los medios necesarios en documentos didácticos y libros de estudio. Tener en sus manos en los años cincuenta el manual de Politzer, “Principios elementales de filosofía” ya era extraordinario, algunos lo tuvieron en sus manos durante algunos cortos días y su lectura era apresurada y muy fervorosa. De esa manera poco se podía avanzar en la edificación de un partido de vanguardia sólidamente preparado para enfrentar las batallas ideológicas. Los grupos que abogaban por este objetivo pensaron siempre que la libertad de pensamiento y de expresión, de reunión iban a producir sus efectos de manera fulgurante. Por supuesto que se trataba de una de las primeras etapas y metas que alcanzar. Luego seguirían otras que iban a profundizar los cambios estructurales.


Para dar un ejemplo concreto dentro de nuestra historia, se trata de tres cortos meses de gran efervescencia ciudadana, los tres meses que duró la Junta de Gobierno (26 de octubre de 1960 a 21 de enero de 1961). Durante estos tres meses la gente se pudo reunir, crear sindicatos, nuevos partidos o tener actividad pública y sin estorbos. El Partido Revolucionario Abril y Mayo (PRAM), fachada abierta del PCS, tuvo un crecimiento fulgurante, se realizaban mítines, reuniones y marchas públicas en las principales ciudades del país. Circularon libremente libros que hasta entonces eran totalmente prohibidos de hecho, las famosas ideas “subversivas” pudieron ser más o menos expuestas en las “escuelas” del PRAM. Este partido abrió locales en muchos lugares del país, la gente acudía para informarse, para recoger volantes y distribuirlos entre los vecinos, etc. No obstante esto duró apenas tres meses y este partido entró en la clandestinidad nuevamente y todo el panorama cambió.


El triunfo de la revolución cubana vino a darle un riendazo acelerador a la otra posición, cuyo objetivo era también llegar al poder pero sirviéndose de las armas, lo que se nombró “la vía armada” en contraposición con la anterior que se le llamó “la vía pacífica”. En realidad, el golpe de Estado que derrocó a la Junta de Gobierno en alguna medida desacreditó la primera opción y puso de manera acuciante la segunda posición sobre el tapete.


Hubo en toda América Latina movimientos guerrilleros, alzamientos de civiles en armas. La mayoría fueron derrotados en los combates iniciales. En El Salvador tardó en imponerse esta visión y la anterior nunca desapareció del todo, incluso tenía una posición muy ambigua, pues no negaba la necesidad en algún momento de recurrir a las armas en las etapas finales, etc. Hubo cisma en el Partido Comunista y además de las FPL que fundó el exsecretario general del PC, Salvador Cayetano Carpio, surgieron otras organizaciones guerrilleras. El PCS se incorporó con cierto retraso pero sin renunciar por completo a su visión electoralista y a veces complotista (participación en golpes de Estado).


Ambas posiciones tenían como principal objetivo la toma del poder. No se trata en absoluto de nada particular en nuestro caso, pues la mayoría de movimientos y partidos políticos siempre se han propuesto este desafío. Pero son muy pocos los que al mismo tiempo desarrollaron una reflexión profunda sobre el Estado. El partido bolchevique si lo hizo, la social-democracia alemana de inicios del siglo XX también. El resto no se plantearon nunca este problema que por supuesto incluye pensar la desaparición del Estado. Pues el objetivo revolucionario realmente no era la simple toma del poder, sino que la transformación de la sociedad de clases en una sin clases, pasar al comunismo.


Dentro del campo político con nuestra política


Algunos estarán pensando que en política todos los partidos tienen que plantearse la toma del poder, que este objetivo es la misma esencia de la actividad política. Esto suena exacto, verdadero, no obstante cuando discurrimos no podemos hablar de política en general, sino que nuestra participación siempre se produce dentro de un cuadro determinado social e histórico. ¿Un partido revolucionario puede adoptar sin más, sin interrogaciones, los métodos y maneras que impone el campo político impuesto por la clase dominante? En ese caso se podría sin mayores cuestionamientos éticos aplicar el cinismo y la perfidia recomendada por Nicolás Machiavelo al Príncipe para apoderarse del poder y mantenerse en él. El partido revolucionario no puede por principio comportarse como cualquier otro partido, sus objetivos le imponen conductas diferentes, no se trata de “enamorar” a un electorado como dijera hace algunos años un dirigente del FMLN, sino que de convencer de lo bien fundado de la necesidad de cambiar de sociedad. Se trata de persuadir a la gente que el capitalismo es incapaz de resolver los problemas individuales y colectivos de los miembros de la sociedad. Esto impone que los miembros del partido revolucionario no sólo estén convencidos de la justeza de este planteamiento, sino que asimismo sean capaces de convencer, de persuadir a otros. En esto vemos que el resto de partidos que luchan por el poder no pueden complicarse la vida con semejantes precauciones, ellos no se plantean transformar ni el Estado, mucho menos el funcionamiento clasista de la sociedad. Esto significa que el tiempo político del resto de partidos está enmarcado por el ritmo electoral, por la vida institucional que le impone reglas y lógicas muy precisas.


El pensamiento revolucionario no se guía exclusivamente por consideraciones tácticas, aun menos por lógicas electoreras, lo fundamental para este tipo de partido son los planteamientos estratégicos, no se piensa viendo el horizonte de las próximas elecciones, sino que se piensa en el largo plazo. Por supuesto que el partido revolucionario no existe fuera de la sociedad, ni fuera del tiempo corriente. Es precisamente una de las mayores dificultades en la política revolucionaria, saber combinar las posiciones coyunturales con la mira final de transformación social.


Es cierto que el análisis de las cuestiones sociales, económicas y políticas imponen una exterioridad, mirar a la sociedad globalmente, abarcando todos los problemas sociales y societales, aportar proposiciones concretas del momento que contengan ya las respuestas a los problemas en su integralidad.


No puede desatender la vida cotidiana


El partido revolucionario no puede desatender la vida cotidiana de la gente y esta vida concreta contiene también su desenvolvimiento dentro de las coyunturas políticas, económicas y sociales. Las coyunturas son cambiantes, fluctuantes, oscilantes, en ellas se pone en juego los problemas del momento, las correlaciones de fuerzas someten a prueba cada vez las posiciones de principio y las del momento que a veces a simple vista pueden parecer entrar en contradicción. El asunto se puede resumir en que las coyunturas le sirven al partido revolucionario para acumular experiencias y al mismo tiempo medir sus fuerzas, su influencia en la sociedad.


Es evidente que la cuestión de la toma del poder es central y hay que pasar por ella, aunque hasta ahora la reflexión gira en torno del sujeto de esta tarea. Se piensa siempre en la vanguardia, en el partido de la vanguardia. De por sí este término es militar con todos sus sentidos y todas sus connotaciones. Se trata de un destacamento, de un grupo que encabeza y que dirige al resto. ¿Quién es el resto? Al responder a esta pregunta nos damos cuenta que a la clase proletaria, la verdaderamente revolucionaria, se le adjudica un papel secundario, de segundo orden. El sujeto histórico se vuelve en una clase incapaz de asumir por si misma su emancipación y aún menos conducir las tareas transformacionales de la sociedad. El papel fundamental en el proceso lo desempeña el partido, siempre se ha pensado en que es él el dirigente, el que educa, el que planifica, el que analiza, el que está por encima del “resto”. De alguna manera el famoso “intelectual colectivo” que elabora las tácticas y la estrategia, cuyo papel es educar a la clase asalariada. Este intelectual no es el de Gramsci, no es el que plantea el italiano, sino que el que usurpa las capacidades de todos los intelectuales orgánicos de la sociedad. Este término se puso de moda, me refiero a “intelectual”, en nuestra lengua y en su uso se confundió con las personas que producían alguna obra de arte, con escritores, con poetas, con ensayistas, con pensadores, con filósofos, con periodistas, etc. Otra figura que estuvo de moda fue la de “intelectual comprometido” que se acuñó después de la Segunda Guerra Mundial y en torno a figuras como Jean-Paul Sartre, poco a poco el término abarcó a todas las personas que ejercen un oficio en el que es necesario aplicar lo aprendido en estudios especializados, como los ingenieros, los médicos, físicos, biólogos, etc. Con esta última extensión surgió su opuesto, “el trabajador manual”.


Al “trabajador manual” se le reconoce que también piensa, que en su práctica despliega cierto pensamiento y cierto conocimiento, cierta habilidad. No obstante se sobrentiende que para elevarse más allá de la simple práctica laboral urge la asistencia de los intelectuales o del partido y sus dirigentes. Espero que no se entienda que estoy produciendo un discurso anti-intelectual y que me estoy sumergiendo en las empantanadas aguas del obrerismo. La realidad de hoy ciertamente nos ofrece esa división sociológica, en la que existen los intelectuales y los trabajadores manuales, los técnicos y los ejecutantes. Muchos partidos que se supusieron revolucionarios simplemente reprodujeron en su seno este mismo esquema de la sociedad capitalista, los que dirigen y los que ejecutan, los que producen ideas y los que las pueden asimilar. Este esquema sostiene el funcionamiento vertical de la inmensa mayoría de partidos y organizaciones populares y también el sistema autocrático de la reproducción de las direcciones de los partidos.


El partido no suplanta a la clase


Tanto en la fase de conquista del poder, como en la fase de inicio de la transformación de la sociedad no se puede, no se debe suplantar a la clase por el partido. Por supuesto que el papel del partido se vuelve mucho más complicado, pues su funcionamiento tiene que dejar de ser vertical, no puede seguir rigiéndose por las viejas y obsoletas estructuras que reproducían los esquemas y funcionamiento de la sociedad de clases, en donde existe una pirámide con su cima y su base. En el mito de la democracia partidaria, con ese pretendido centralismo democrático, en el que se suponía que la información subía de la base hacia la cúspide, hacia la dirección y que esa “materia bruta” era tratada, estudiada y elaborada por las instancias dirigentes para luego bajar a la base. La realidad presentó otra cara. La dirección decidía de todo y elaboraba todo, incluso la recolecta de la información. La base recibía pasivamente lo que le proponían como programa del partido, como táctica del momento y la estrategia era algo muy oscuro que algunos llegaron a pensar que consistía en la adición de las diferentes tácticas. Cambiar este funcionamiento no es una tarea fácil, pues hay que inventarlo todo, desde las estructuras nuevas hasta el papel de cada miembro del partido. Y sobre todo qué relación con la sociedad, con la clase trabajadora y su papel respecto a ésta.


De la misma manera que el partido se pone frente a la sociedad, sin dejar de estar dentro de ella, el partido también se ubica afuera y dentro de la clase trabajadora, el partido es parte de la clase, que sin erigirse en guía, debe de tener la capacidad de sintetizar el pensar y el sentir de los trabajadores. La actividad primordial del partido es llevar a cada trabajador a tomar consciencia de su condición de explotado, de entenderla sabiendo a ciencia cierta en que consiste. Esta consciencia también consiste en entender que es miembro de una clase, de la clase que puede y debe asumir la tarea de emancipar a toda la sociedad. Pero como la vida misma nos pone individualmente, uno a uno, frente a la clase dominante, el partido asume la tarea de organizar las luchas comunes de la clase trabajadora. Pero siempre sin perder el punto de mira: superar la sociedad de clases y desarrollar la sociedad futura.