El tema de las negociaciones entre el gobierno y las pandillas y el acuerdo entre las pandillas entre sí, no es fácil de tratar. Por el momento el gobierno niega su implicación en ellas y ambas partes, gobierno y pandillas niegan la existencia de dichas negociaciones. Aunque las apariencias atestiguan de lo contrario. Pues el traslado de una prisión a otra, la presencia en las cárceles de un prelado y de un exguerrillero como mediadores, incluso el mismo reportaje de los periodistas de El Diario de Hoy, no pueden darse sin el consentimiento de las autoridades, de las más altas autoridades del estado.
Pero hay un aspecto que hace también delicado abordar el tema, es que por el momento el resultado es positivo, muy positivo. La reducción drástica de las muertes es una noticia que se ha estado esperando durante tantos años, cuyo aumento parecía como algo ineluctable. No obstante a pesar de este significativo aspecto positivo del asunto, surge toda una serie de cuestionamientos de fondo. En esto es menester no dejarse ir por los senderos de la pasión y ni tampoco por los caminos fáciles de la retórica. Aquí hay que pulsar bien cada palabra.
El mutismo de las autoridades en los últimos días, remplaza a las triunfantes declaraciones del Ministro, el general Munguía Payés, quien alardeaba, afirmando que como consecuencia de su llegada al puesto ministerial y la nueva actividad policial, la criminalidad se había reducido en estos últimos días. Todos sabemos que ésta creció desde su llegada hasta que apareció el acuerdo entre las maras. El semanal cibernético El Faro publicó la noticia de la negociación y el ministro se vio obligado a desmentir, incluso llegó a una amenaza velada contra los periodistas de este medio, evocando en su ausencia, pero frente a otros periodistas convocados por él, la muerte del fotógrafo y cineasta francés Christian Poveda, dando a entender que ese era el peligro que corrían los periodistas de El Faro.
Luego aparecieron dos personajes que afirman haber jugado el papel de intermediarios entre las dos principales pandillas del país: el obispo castrense Colindres y el escritor Mijango. El primero nos explica abundantemente que su misión es divina, que habla en nombre de Dios, que obedece a la voz del Señor y nos habla en un lenguaje con notorios dejos medievales y el otro ha mostrado un protagonismo subalterno. Pero no es el estilo personal lo que vamos a juzgar. Ni lo conveniente o inconveniente de esta mediación, ha dado resultados positivos y podemos alimentar ciertas esperanzas de que esta situación perdure.
Aunque aquí surgen ciertas dudas sobre todo el proceso mismo de esta negociación y si es válido mantener esperanzas en que a lo que se ha llamado “tregua”, se mantenga y desemboque en algo duradero.
Lo que podemos cuestionar es precisamente cuáles han sido los principios que han regido la negociación, sobre qué bases se ha negociado. En otras palabras, ¿es solamente ese traslado a otras cárceles el pago que se ha dado a los delincuentes? ¿Existen otras concesiones? Y si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles han sido? Estas preguntas implican más allá de los detalles, principios morales fundamentales. ¿El Estado se ha dejado imponer estas negociaciones? ¿Se trata de un simple caso de correlación de fuerzas? Los criminales que han mostrado con esta baja de asesinatos, su íntima implicación en ellos, ¿pueden sinceramente presentarse, como lo han hecho es su “comunicado”, en representantes de toda la sociedad? Es menester recordar aquí que Mauricio Funes ha declarado hace dos años, con enfática solemnidad, que nunca su gobierno iba a negociar con delincuentes.
Pero esta vorágine de crímenes en que vive el país exige que se hagan todos los esfuerzos necesarios para extirparla. Si acaso es cierto que los delincuentes han tomado conciencia de la atrocidad de sus crímenes y dicen ser ellos también “parte de la solución del problema”, pues no pueden presentarle a la sociedad y a las víctimas condiciones para cesar sus fechorías. ¿Qué quiere decir esto? Pues que podemos reconocer que las condiciones de encarcelamiento no son realmente humanas, que hasta ahora se ha priorizado la represión y que no se han emprendido planes preventivos. Podemos admitir y no solamente admitir, sino que se ha sido constatado por todos, que no existen reales planes sociales para darle a la niñez y juventud de los barrios pobres, las posibilidades de construir de manera diferente sus vidas.
Es cierto que en vez de mandar al ejército a patrullar, se pudo perfectamente preparar y enviar a otro ejército, un ejército de educadores, de animadores de barrio, de trabajadores sociales. Esto no hubiera producido ningún milagro, pero sí cambios substanciales en el tratamiento del problema. ¿Es tarde para cambiar de actitud? No, lo que la situación actual nos revela es que no se puede seguir tratando ni a los delincuentes, ni a los jóvenes de los barrios pobres únicamente como una excrecencia venenosa para toda la sociedad. No se puede pues creer que la fuerza, el maltrato y la humillación militares constituyen la base de la reeducación para “jóvenes en peligro de caer en la delincuencia”, como es el plan “pedagógico” del presidente.
Sin embargo hay en esta situación un grave problema moral. Los jefes de las maras han puesto en la balanza, como moneda de cambio, vidas humanas. Hay que sopesar con toda la gravedad este aspecto. Todos nos hemos regocijado de la disminución del número de asesinatos, pero al mismo tiempo cabe sorprenderse por la facilidad con que esta reducción se ha obtenido. ¿Pueden los jefes de las maras revertir inocentemente este proceso? Esta es justamente la pregunta central de todo esto. Pues si podemos exigirle al gobierno toda transparencia necesaria en el tratamiento de este asunto, es necesario también que la sociedad sepa ¿qué es lo que condiciona que esta reducción de muertes diarias pueda volverse permanente o por el contrario trágicamente pasajera?
Lo repito, lo que se ha puesto en juego son vidas humanas. Por eso mismo no podemos resignarnos a la probabilidad que la situación precedente vuelva simplemente, como si nada. Es por eso que todo el silencio oficial es hasta cierto punto irresponsable. Todos se han sorprendido del silencio del presidente, del silencio de los partidos políticos. La clase política acaba de solicitar los votos y ante un problema crucial de nuestra sociedad guarda silencio, como si nada hubiera pasado. En esto es necesario que todos sepamos cuál es el trasfondo de lo que se ha negociado y en qué reside realmente que esta situación es considerada, en principio, como pasajera. Digo esto pues el término “tregua” no es una situación permanente.
Con esto no termina el sufrimiento infligido a toda la sociedad. Siguen las extorciones, siguen otros delitos contra familias y personas individuales; Todos sabemos que esto no se puede considerar como futura moneda de cambio. Estos actos son simplemente delitos y si basta con una orden para que ellos cesen, ¿qué esperan los responsables para darla? Con esto significo que los jefes de las maras han pretendido a un alto grado de moralidad y de preocupación por el bienestar de nuestra sociedad, se han proclamado “parte de la solución”. Ahora también ellos deben dar muestra de la sinceridad de sus palabras. Sobre todo que han proclamado que su honor reside en la palabra dada.